Bueno, sí: cuando llegó
al poder y topó con la ley del aborto, la de los plazos de Zapatero, que
también había recurrido al TC y había prometido cambiar. Se lo encomendó a Ruiz
Gallardón y acabó cargándose al ministro, que se pasó de contrarreformista.
Tuvo que hacer un pequeño arreglo en el tema de las menores para decir que
había cumplido. Tuvo que aceptar los plazos para no quedar como un retrógrado.
Ahora puede ocurrir que el tribunal dé la razón a su recurso y le obligue a
hacer la reforma que como gobernante no pudo acometer. Sería la releche.
No es el único caso.
Artur Mas se hartó de decir hace años que la independencia era un asunto
anticuado, que ahora la independencia es otra cosa. Y llegó la vida con sus
jugadas, con su ineficacia en el gobierno, con su pérdida de votos, con la
corrupción que le acecha, y la anticuada independencia se le hizo modernísima.
¿Sabéis por qué? Porque le hace el inmenso favor de que no se debata su gestión
como presidente, de camuflar su caída electoral en una lista conjunta con su
adversario y que no se hable de mordidas, porque es más emocionante debatir la
ruptura de un Estado.
Y ayer mismo el
venezolano Leopoldo López fue condenado a casi 14 años de prisión, la pena
máxima, por oponerse al régimen de Maduro. Para el partido Podemos era una
prueba, porque después de tanta asesoría y tantos vínculos ideológicos, la
sentencia de López es indefendible para un demócrata. Y Pablo Iglesias, a quien
le crece más el realismo que los votos, se puso ante los micrófonos, hizo de
tripas corazón y no tuvo más remedio que aceptar que no le gustan las condenas
políticas. Es poco, pero tampoco se le puede pedir la fe del converso.
Como veis, la política
es el arte de acomodarse a la vida. Los que saben anticiparse pueden hablar sin
complejos. A los que no, la vida los condena a una constante rectificación.
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