De Esperanza
Guisán, catedrática de
Ética, para Blog de Juan Pardo
La conquista de las libertades humanas ha
sido penosa y esforzada a lo largo del tiempo. Y, por encima de todo,
inacabable. Inexplicablemente, por lo demás. La conquista del bienestar es
costosa, y de las libertades positivas, también, en el mismo sentido. ¿Pero por
qué no avanzamos cuando se trata de libertades meramente negativas como no
interferir en el ámbito de lo privado, cuyo coste económico es cero?
Se diría que hay
algo mucho más difícil que acumular ingresos y mejorar la Hacienda pública. Los
prejuicios son mucho más difíciles de erradicar que la pobreza y la miseria.
Ellos son los que se enredan en el discurso racional y lo vuelven turbio y "racionalizante",
más que razonador y razonable.
"Racionalizar",
que no razonar, es tener de antemano la conclusión y simular la deducción
lógica. Si yo no deseo que los seres humanos desobedezcan a un dios autoritario
que posee la llave de la vida, haré todo tipo de filigranas para llegar a la
conclusión de la que eutanasia activa es mala o el suicidio reprobable y los
que ayudan al suicida, pequeños asesinos.
Se puede comenzar
por "no podemos renunciar a los derechos inalienables", "es así
que la vida es un derecho inalienable", para concluir: "luego no
podemos renunciar a la vida sin justificar de ningún modo las dos primeras
premisas, ya que de hacerlo tendríamos que poner de relieve que estamos
partiendo de presupuestos teológicos, no filosóficos, y que valoramos por
encima de todo los mandatos de un dios celoso de nuestras libertades".
Otro modelo de racionalización es el siguiente, decididamente
seudoutilitarista: 1.
"No podemos llevar a cabo acciones que lesionen gravemente a los
demás". 2.
"Es así que si nos quitamos la vida lesionamos gravemente a los
demás". De ello se sigue:3. "Nuestra vida no puede
ser suprimida ni por nosotros ni por las personas que elijamos para ayudamos a
morir". Pero todo esto es insostenible como veremos más adelante al tratar
del utilitarismo.
Algunos se
escandalizaron cuando el neopositivismo un tanto rudo decía, en la primera
parte del siglo que termina, que en filosofía moral no nos quedaba hacer más
que el análisis, limpiar la casa de polvo y arrancar las malas hierbas del jardín.
Es verdad que restringieron tales filósofos neopositivistas excesivamente el
ámbito de la filosofía, que también puede, y debe, plantar flores y arbustos
donde sea posible. Pero es imposible negarles su benéfica función en un mundo
confundido por los "sonidos", dominado por las palabras hueras que
parecen inofensivas y nos atan con cadenas en cuestiones de vida y muerte.
Hace muy poco en
este país no podíamos disponer de nuestro sexo: desde el inofensivo condón a la
píldora más sofisticada fueron incluidos en la categoría de instrumentos
diabólicos para la práctica del placer. No eran posibles las relaciones fuera
del matrimonio católico, se penalizaba el uso de anticonceptivos, el divorcio
era imposible, el aborto, cuestión de juzgado y cárcel.
Afortunadamente,
la vida es más fuerte que el prejuicio, y la Iglesia tuvo que recurrir a
artificios como la "paternidad responsable" o la "nulidad"
del matrimonio, para retener a sus ovejas en el redil, al tiempo que las
autoridades civiles tenían que ceder en una sociedad en una buena medida ya no
confesional que reclamaba cotas de libertad.
La eutanasia y el
suicidio asistido, sin embargo, no prosperaron todo lo que debieran en el
Código Penal de la democracia. Los demonios del prejuicio tuvieron que dejar
flecos que deberían haber sido rasurados. Tal vez porque las víctimas a las que
se dejaba desatendidas eran las más débiles, las voces más inaudibles, las
demandas más desoladoras. Todas las racionalizaciones de los bioéticos
tradicionales sacudieron en el rostro de los que pedían morir, incrementando el
dolor de los enfermos terminales, de los tetrapléjicos, de las víctimas de
procesos degenerativos, etcétera.
Un Código Penal no
confesional debería haber estado más atento a los vestigios de antiguas
creencias no cuestionadas. ¿No fue el propio santo Tomás Moro el que aconsejó a
los enfermos que permitiesen que les ayudase a morir? Era un hombre santo. Y su
defensa de la eutanasia está escrita en su celebérrima obra Utopía, no escondida en una sacristía o
revuelta entre papeles desechables.
Si la Iglesia le
"consintió" al santo la piadosa consideración de los moribundos, ¿por
qué no nos permiten ahora, a través de tantos tentáculos, escoger nuestra
muerte y nuestra vida?
Lo malo de la
Iglesia moderna es que ya no sólo escribe los catecismos, sino los libros de
ética, de bioética, los códigos deontológicos y los códigos penales. Sus
prejuicios vestidos con bata blanca o toga negra nos alcanzan a todos.
¿Qué razón moral
podría haber para, no renunciar a una vida que ya no encuentro deseable?

Desde el punto de
vista de la ética utilitarista, tan incomprendida como desconocida en nuestro
país, el ser humano es dueño de su vida, y su libertad para disponer de ella
posee una "utilidad" tal que rebasa con mucho a las
"desutilidades" que pudieran generar supuestamente a terceros.
Aunque un buen
utilitarista no tiene por qué ser necesariamente antikantiano, sí es preciso
decir, en este país sobreabundante en teólogos y metafísicos, que Kant no llevó
a cabo la crítica de la razón práctica incondicionada, sino que realizó con
destreza racionalizaciones que le condujeron a condenar el suicidio y
recomendar la pena de muerte.
Fue
Kant, uno de los más grandes filósofos, una víctima más del prejuicio. Pero el
tiempo transcurrido entre Kant y nosotros no debe haber sido en balde.
"Una vida con pena no vale la pena", dejó escrito Ferrater Mora, un
hombre libre de nuestro tiempo.
Comentarios
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☆ MaRiBeL☆
un saludo Juan.
Muy interesante! Gracias por compartir temas de tanta trascendència!
Muy interesante! Gracias por compartir temas de tanta trascendència!