No hay precedentes en la historia de América Latina de un país al que la demagogia estatista y colectivista de un Gobierno haya destruido económica y socialmente
El portavoz del PSOE
(Partido Socialista Obrero Español) y alcalde de Valladolid, Óscar Puente,
declaró hace unos días que, a su juicio, hay en España “un
sobredimensionamiento” de lo que ocurre en Venezuela, porque cuando un país
vive el drama que experimenta la nación bolivariana aquello no es sólo culpa de
un Gobierno sino “responsabilidad colectiva de los venezolanos”.
Semejante afirmación
demuestra una total ignorancia de la tragedia que vive Venezuela o un fanatismo
ideológico cuadriculado. Hace falta más de un individuo para deshonrar a un
partido, desde luego, habiendo socialistas que, con Felipe González a la cabeza,
han demostrado una solidaridad tan activa con los demócratas venezolanos que,
pese a los asesinatos, las torturas y la represión enloquecida desatada por
Maduro y su pandilla, han impedido hasta ahora que el régimen convierta a ese
país en una segunda Cuba. Pero que haya en España socialistas capaces de
deformar de manera tan extrema la realidad venezolana sin que sean reprobados
por la dirección, delata la inquietante deriva de un partido que contribuyó de
manera tan decisiva a la democratización de España luego de la Transición.
La verdad es que
Venezuela fue, por 40 años (1959 a 1999), una democracia ejemplar y un país muy
próspero al que inmigrantes de todo el mundo acudían en busca de trabajo y que,
tanto los Gobiernos “adecos” como “copeyanos”, dieron una batalla sin cuartel
contra las dictaduras que prosperaban en el resto de América Latina. El
presidente Rómulo Betancourt intentó convencer a los Gobiernos democráticos del
continente para que rompieran relaciones diplomáticas y comerciales y
sometieran a un boicot sistemático a todas las tiranías militares y populistas
a fin de acelerar su caída. No fue respaldado, pero, décadas después, su iniciativa
acaba de ser reivindicada por la Declaración de Lima, en la que, invitados por
el Perú, todos los grandes países de América Latina —Brasil, Argentina, México,
Colombia, Chile, Uruguay y cinco países más de la región— además de Estados
Unidos, Canadá, Italia y Alemania, han decidido aislar a la dictadura de Maduro
y no reconocer las decisiones de la espuria Asamblea Constituyente con la que
el régimen trata de reemplazar a la legítima Asamblea Nacional donde la
oposición detenta la mayoría de los escaños.
El portavoz socialista
no parece haberse enterado tampoco de que las Naciones Unidas han denunciado, a
través de su Alto Comisionado para los Derechos Humanos, las torturas a las que
la dictadura venezolana somete a los opositores desde hace varios meses, que
incluyen descargas eléctricas, palizas sistemáticas, horas colgados de las
muñecas o los tobillos, asfixia con gases, violaciones con palos de escoba,
detenciones arbitrarias e invasión y destrozos de las viviendas de los
sospechosos de colaborar con la oposición. Más de 5.000 personas han sido
detenidas sin ser llevadas a los tribunales, las fuerzas de seguridad han
asesinado a medio centenar en las últimas manifestaciones y las bandas de
malhechores del régimen, llamadas los colectivos, a 27.
Al menos dos millones
de personas han emigrado agobiadas por el terror, la inseguridad y la pobreza
El asedio sistemático a
los adversarios de la dictadura se extiende a sus familias, que pierden su
trabajo, son discriminadas en los racionamientos y víctimas de expropiaciones.
Y la corrupción del Gobierno alcanza extremos de vértigo, como acaba de
denunciar la fiscal Luisa Ortega en Brasil, revelando, entre otros horrores,
que el segundo hombre del chavismo, Diosdado Cabello, recibió 100 millones de
dólares de soborno de Odebrecht a través de una compañía española.
Pero, probablemente,
con toda la crueldad que denotan las violaciones a los derechos humanos y el
saqueo del patrimonio nacional por los jerarcas del régimen, nada de aquello
sea tan terrible como el empobrecimiento vertiginoso que la política económica
de Chávez y su heredero ha acarreado al pueblo venezolano. Uno de los países
más ricos del mundo, que debería tener los niveles de vida de Suecia o Suiza,
padece hoy día los índices de supervivencia de las más empobrecidas naciones
africanas: la pobreza afecta al 83% de la población, sufre la inflación más
alta del mundo —este año alcanzará el 720%— y un PIB que según el Fondo
Monetario Internacional cae 7,4%. Sólo se libran del hambre y la escasez de
todo —empezando por las medicinas y las divisas y terminando por el papel
higiénico— el puñado de privilegiados de la nomenclatura —buen número de
generales entre ellos, comprados asociándolos a las grandes operaciones del
narcotráfico— que pueden adquirir alimentos, medicinas, repuestos, ropa, a
precios de oro, en el mercado negro. La gente común y corriente, entre tanto,
ve caer sus niveles de vida día a día.
¿A cuántos cientos de
miles de venezolanos han obligado a emigrar las fechorías económicas y sociales
del régimen? Es difícil averiguarlo con exactitud, pero los cálculos hablan de
por lo menos dos millones de personas que, agobiadas por la inseguridad, la
pobreza, el terror, el hambre y la perspectiva de un empeoramiento de la
crisis, se han desparramado por el mundo en busca de mejores condiciones de
vida, o, cuando menos, un poco más de libertad. No hay precedentes en la
historia de América Latina de un país al que la demagogia estatista y
colectivista haya destruido económica y socialmente como ha ocurrido en
Venezuela. Lo extraordinario es que la política de destruir las empresas
privadas, agigantando el sector público de manera elefantiásica, y poniendo
cada vez más trabas a la inversión extranjera, se llevara a cabo cuando todo el
mundo socialista, de la desaparecida URSS a China, de Vietnam a Cuba, comenzaba
a dar marcha atrás, luego del fracaso de la socialización forzada de la
economía. ¿Qué idea pasó por la cabeza de semejantes ignorantes? La utopía del
paraíso socialista, una fabulación que, pese a los desmentidos que le inflige
la realidad, siempre vuelve a levantar la cabeza y a seducir a masas ingenuas,
que, pronto, serán las primeras víctimas de ese error.
Es verdad que la
Venezuela de la democracia contra la que se rebeló el comandante Chávez había
sido víctima de la corrupción —un juego de niños comparada a la de ahora— y
que, en la abundancia de recursos de aquellos años, los de la Venezuela saudí,
surgieron fortunas ilícitas a la sombra del poder. Pero aquello tenía
compostura dentro de la legalidad democrática y los electores podían castigar a
los gobernantes corruptos mediante unas elecciones, que entonces eran libres.
Ahora ya no lo son, sino manipuladas por un régimen que, en las últimas, por
ejemplo, se inventó un millón de votos más de los que tuvo, según la propia
compañía contratada para verificar los comicios. Pese a ello, la oposición ha
inscrito candidatos para las elecciones regionales de gobernadores convocadas
por Maduro. ¿Hay alguna posibilidad de que sean unos comicios de verdad, donde
gane el más votado? Yo creo que no y, por supuesto, me gustaría equivocarme.
Pero, después de la grotesca patraña de la “elección” de la Asamblea
Constituyente y de la defenestración manu militari de la fiscal general Luisa
Ortega Díaz, ahora en el exilio, ¿alguien cree a Maduro capaz de dejarse
derrotar en las urnas? Él ha hecho todos los últimos embelecos electorales,
quitándose la careta y mostrando la verdadera condición dictatorial del
régimen, precisamente porque sabe que tiene en contra a la mayoría del país y
que él y sus compinches tendrían un exilio muy difícil, por sus robos
cuantiosos y su estrecha vinculación con el narcotráfico. En la triste
situación a la que ha llegado Venezuela es poco menos que imposible —a menos de
una fractura traumática del propio régimen— que recupere la democracia de
manera pacífica, a través de unas elecciones limpias.
Mario Vargas Llosa
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