Eny Sandoval. Pintora brasileña. |
Las vías de aguas del transatlántico empezaron a hacer aguas. Como consecuencia de
sus enormes y poco marineras de sus dimensiones, ni Dios podía manejarlo. La
desesperación se extendió por la cubierta y los camarotes. Había mucha gente.
El armador había hecho una gran campaña de publicidad en los periódicos más importantes,
pero no se había preocupado de calcular el número de botes salvavidas. La voz
de capitán pudo oírse en medio del griterío. Yo no tengo la culpa, dijo. El
armador tampoco se sintió responsable del naufragio al leer los periódicos de
la mañana siguiente. Yo no tengo la culpa, mala suerte, lo siento.
El desempleo
corrió como una epidemia por la ciudad. El virus de la destrucción del trabajo
contagiaba las fábricas, los ministerios, los hospitales y los comercios. El
presidente del Gobierno había pronunciado con insistencia las palabras déficit
y austeridad. Eran la solución para la crisis. En un país con muchos millones
de parados, consideró más importante disponer de dinero para pagar la deuda de
los bancos que animar la economía y generar empleo. El presidente cambió las
leyes para que fuese más cómodo suprimir puestos de trabajo y luego convirtió
al Estado en la gran madre de todos los despidos. Cuando vio que sus
poblaciones se empobrecían, y eran desahuciadas, y condenadas a la miseria,
y expulsadas de la propia condición de ciudadanos, pidió más colaboración
y sacrificios. Pero yo no tengo la culpa, suscitó.
Claude Monet. Pintor parisino. |
Los políticos se
vieron presionados por los especuladores. Defensores de la iniciativa privada,
afirmaban no creer en el Estado. Pero se pusieron a trabajar para adueñarse del
Estado. Aprobaron leyes a su favor, bajaron sus impuestos y desreglaron sus
mercados. Se hicieron incluso maestros de las subvenciones públicas. A través
de la ingeniería financiera y de los bonos de deuda, consiguieron que el Estado
subvencionase sus capitales con un interés del 7%. Mientras acumulaban riqueza,
no sintieron compasión del enfermo que se quedaba sin medicinas o del niño que
perdía su escuela. Yo no tengo la culpa, dijo el especulador.
La cifra de
profesores dedicados a la educación pública, de repente, se ha visto mermada.
Se cerraron escuelas rurales, se masificaron las clases y los alumnos con
problemas no pudieron ser atendidos. El porvenir perdió estatura y se hizo más
injusto, más elitista. El padre rico, orgulloso de la buena pasta y los
conocimientos de sus hijos, miró con desprecio la inutilidad, la mala sangre y
la torpeza de los pobres. Se merecen todo lo que les ocurre, pensó. Yo no tengo
la culpa, aclaró.
Hubo partidos
políticos que trabajaron para los padres adinerados, los especuladores y los
bancos. Confundieron la seriedad, el sentido común y el pragmatismo con las
estrategias oscuras de los beneficios claros. Cuando esos partidos vieron que
su país naufragaba como un barco roto, pensaron que la política resultaba
impotente. Es una fatalidad, no tenemos la culpa, apuntaron.
Hubo otros
partidos políticos y organizaciones sociales que no trabajaron para los
especuladores. Pero tampoco supieron explicarse, conectar con la gente, hacerse
creíbles, imaginar una respuesta común. Miraban el naufragio y se sentían
orgullosos de su pureza. Tal vez esperaban que las víctimas se acordasen de
ellos en medio de su desesperación. Nosotros no tenemos la culpa, se limitaron
a decir. Y su quietud contrastó con la actividad de los tiburones, que ya
estaban marcando el tiempo con sus dientes.
Yo no tengo la
culpa. Eso dijeron también miles de ciudadanos furiosos que no se sentían
responsables del Gobierno al que habían elegido. Al fin y al cabo, ya se sabe,
ni los votos ni las ilusiones sirven para nada.
El nihilismo nos lleva a la desgracia como pueblo.
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