No debería ser lícito entrar en
el cerebro de una persona sin su consentimiento
La pregunta que suele
plantearse a los eticistas es la de cuáles son los límites éticos en la
investigación sobre el cerebro y en la aplicación de los hallazgos. Un guion
que se repite en todos los acontecimientos científicos, como si la ética fuera
una especie de linier sádico, empeñado en descalificar a los científicos cuando
la pelota traspasa la línea de lo permitido.
Pero, afortunadamente,
las cosas no son así, sino muy diferentes. El primer principio de cualquier
ética respetable es el de beneficiar a los seres humanos, a los seres vivos en
su conjunto y a la naturaleza, y cuanto más progresen las diversas ciencias en
ese sentido, mejor habrán cumplido su tarea. Que, a fin de cuentas, es la de
beneficiar. Por eso tiene pleno sentido que trabajen conjuntamente ciencias y
humanidades con el fin de conseguir una vida mejor.
Ojalá avancemos en la
prevención de enfermedades como la esquizofrenia, el alzhéimer, las demencias
seniles, la enfermedad bipolar o la arteriosclerosis; podamos mantener una
buena salud neuronal hasta bien entrados los años, mejorar nuestras capacidades
cognitivas, precisar más adecuadamente la muerte cerebral, tratar tendencias
como las violentas. Ojalá en la educación podamos servirnos de conocimientos
sobre el cerebro que permitan a los maestros actuar de forma más acorde al
desarrollo de ese órgano, extremadamente plástico; un asunto del que se ocupa
con ahínco la neuroeducación.
Someter a alguien al
llamado "test de la verdad" plantea un problema moral y legal
Ocurre, sin embargo,
que cuando las investigaciones y las aplicaciones científicas ponen en peligro
la vida, la salud o la dignidad de las personas o el bienestar de los animales
se hace necesario recordar que no todo lo técnicamente viable es moralmente
aceptable. Que “no dañar” es igualmente un principio inexcusable en todas las
actividades humanas, también en las científicas. Para muestra, un botón.
Hace unos días los
medios de comunicación informaban de que Miguel Carcaño, el asesino confeso de
Marta del Castillo, iba a ser sometido a una prueba neurológica, conocida como
“test de la verdad”, a través de la cual podrían leerse sus respuestas
cerebrales. Una prueba de este tipo plantea un problema moral y legal, porque
no es lícito introducirse en la intimidad de una persona, en este caso a través
de su cerebro, sin su consentimiento. Y, en efecto, los medios informaban de
que, según la abogada de Carcaño, este había accedido voluntariamente a
someterse a la prueba. Esta es una de las muchas cuestiones éticas que se
plantean en ámbitos como el de las neurociencias: que no es lícito introducirse
en la intimidad de una persona sin su consentimiento expreso. Tampoco ante
presuntos terroristas, un aspecto bien importante en la neuroseguridad.
Pero, ¿por qué entrar
en el cerebro de una persona es introducirse en la intimidad? ¿Qué tiene de
especial ese órgano, que la sola idea de trasplantar un cerebro nos parece
inquietante, cuando ya se practican trasplantes tan complicados de otros órganos
y otros miembros del cuerpo?
Según un buen número de
investigadores, porque todos esos órganos son irrelevantes en comparación con
el cerebro. Somos —dicen— nuestro cerebro. Él crea las percepciones, la
conciencia, la voluntad, y tanto da que el cerebro se encuentre en un cuerpo
como en un ordenador, porque él lo crea todo. Trasplantarlo no presenta más
problemas que los técnicos, porque donde va el cerebro de una persona va esa
persona. Así las cosas, siguen afirmando estos científicos, actuamos
determinados por nuestras neuronas, de modo que no existe la libertad, sino que
es una ilusión creada por el cerebro, como todo lo demás.
Sin embargo, tal vez
las cosas no sean tan simples y por eso otros investigadores hablan del “mito
del cerebro creador”, de que no es el cerebro el que crea nuestro mundo.
Regresando al caso de
Carcaño, el médico que supervisó la prueba de la verdad aclaraba que recibe ese
nombre porque la persona sometida a ella no puede mentir. Según él, las
respuestas cerebrales son automáticas y, por tanto, no están condicionadas ni
por la voluntad ni por la conciencia. De donde se sigue para cualquier lector
que la voluntad y la conciencia, surjan de donde surjan, son algo distinto de
las neuronas y tienen la capacidad de actuar suficiente como para modificar los
mensajes automáticos del cerebro. Pueden inventar historias, tratar de ocultar
los recuerdos impresos, interpretarlos de una forma u otra desde esa capacidad
de fabulación que nos constituye como personas.
Parece, pues, que el
enigma de la conducta humana sigue siéndolo, y que es necesario continuar las
investigaciones desde el trabajo conjunto de humanistas y científicos, porque
conocernos a nosotros mismos es la gran tarea que nos dejó encomendada
Sócrates. Es ella misma un gran beneficio.
Adela Cortina es
catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia,
miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y directora de la
Fundación ÉTNOR.
De todas maneras es evidente lo evidente, son unos siniestros y me da igual que es esa señora y q la niña era adoptada o china, tendran q pagar por lo q hicieron
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