Tendemos a pensar que
el propio pensar y filosofar es un cierto incordio. Y a recordar, como Foucault
nos dice, que “ni consuela, ni hace feliz”. Tal parecería entonces que lo mejor
sería desprenderse de tamaña incomodidad. Y no ya solo por insidiosa. Vendría a
ser inoperante y paralizadora. Para quienes tienen una consideración
instrumental del pensamiento, la cuestión sería acudir a él en caso de
necesidad como medio para resolver situaciones que lo requirieran.
Presuponiendo que se trata de una mera actividad mental, el asunto consistiría
en activarlo en caso de necesidad.
Sin embargo, el
pensamiento nos constituye y, como nuestro propio cuerpo, no acude o deja de
hacerlo solo en caso de ser convocado. No es que lo tengamos siempre con
nosotros, es que es nosotros. Otros asunto es que lo desconsideremos, lo que,
como propio cuidado de un mismo, no deja de tener sus consecuencias.
Más aún, si bien la
palabra felicidad parece excesiva, y Emilio Lledó ha hecho un espléndido
“Elogio de la infelicidad”, bien es cierto que el fruto de la sabiduría es el
gozo y la dicha de vivir, si hemos de atender a Descartes en “Las pasiones del
alma”. Semejante sabiduría no es la del mero acopio de saber, sino una
vinculación de este con la forma de vida, un proceder, que no sea un mero comportarse.
Y en dicho proceder es decisivo el pensar. Incluso para estar en verdad
contento, que es la relación adecuada en uno mismo entre el contenido y la
forma. Pero no es cuestión simplemente de una actitud interior o de un estado
de ánimo. El proceder es una acción, en todos los sentidos de esta palabra. Y
pensar no es un acto, es efectivamente el obrar en el que consistimos.
Ahora bien, basta
recordar con Hegel que “el verdadero ser del hombre es su obrar” para que
destelle una íntima relación entre pensar y ser, que es la clave de lo que
podría definir la filosofía, no ya la de los filósofos, sino la de toda una
vida. No es que ambas resulten incompatibles, antes al contrario, aunque no siempre
son necesariamente coincidentes. Precisamente por ello, el pensar no es
patrimonio de disciplina alguna, lo que no impide que su determinación, su
concepción, sus formas o su historia sean concretamente estudiadas por la
filosofía. Del mismo modo, tampoco la acción se excluye de su modo de proceder.
Toda una sabiduría práctica, la que comporta una verdadera determinación y
prudencia, forman parte integral de su quehacer.
Ni el saber ni el
pensar son, por tanto, exclusivos de ningún ser humano, ni es cosa de
apropiárselos. Nadie puede pensar en nuestro lugar, ni decir nuestra propia
palabra, ni vivir nuestra vida. Ello no impide que haya numerosos intentos por
tratar de usurpar las de los demás. No es simplemente una cuestión defensiva,
es un gesto de autonomía y de emancipación, una verdadera libertad.
Precisamente, la
desconsideración de los derechos y la desatención a esta esencial equidad, que
no deja de ser a la par una labor abierta y requiere un intenso trabajo por
lograrla, es un impulso a hacer del pensar una permanente tarea: la de
configurar la ciudad de los hombres y mujeres en efectiva igualdad, la
comunidad justa. Y esto no parece estar finiquitado.
En alguna ocasión hemos
citado la convulsiva sentencia que Cioran nos envió de que “la lucidez absoluta
es incompatible con la respiración”. Sería pretencioso asentirlo, como si
hubiéramos alcanzado alguna vez semejante clarividencia, pero cada quien a
nuestro modo lo hemos presentido. Y precisamente por ello y para ello, también
el pensar es la tarea de encontrar la distancia adecuada, la mesura y el
decoro, no para dejar de ser decididos o de ir a las raíces, sino para no
serexagerados. La etimología de esta palabra la vincula a quien hace crecer, y
aumentar, a autor. Y Ricoeur nos previene. Tal vez en exceso: “no somos
autores, sino narradores de nuestra historia.” En cierto modo, ni siquiera “de
nuestra vida”. Esto no es una razón para el desentendimiento, sino para una
mayor implicación.
Tantas veces
encontramos en los demás las palabras que nos faltan. Nos hacen pensar. No son
recursos fáciles para evitarlo. Son la constatación de las propias
fragilidades. Por ello pensar está vinculado a escuchar y a leer. Es más un
decir que un mero hablar. Y por eso concretamente es tan decisivo crear las
condiciones para la palabra de todos y de cada uno, de todas y de cada una.
Este dejar hablar, que es también un dejarnos decir, no es un simple acto de
permisividad, sino un acto de reconocimiento.
No es cuestión, por
tanto, de detener el pensar cuando se trata de actuar. Nadie ha de hacerlo. Lo
constatamos a diario. No es el abandono de la tarea, es una forma de
afrontarla. Desde las propias posibilidades, para no pocos cercenadas por
diversas formas de imposición o de silenciamiento, por carencia de las
condiciones mínimas, es imprescindible reivindicar la tarea de pensar. Para transformar,
para mejorar. En las tesituras complejas de un mundo incierto, los espacios de
decisión compartida y la necesidad de tejer ciudad nos convocan, más aún, a
cada cual a nuestro modo a impulsar y proseguir en esta labor. Si no fuera por
la grandeza de estas palabras que no hemos de mancillar, diríamos que es una
tarea de justicia y de libertad.
Ángel Gabilondo, catedrático de metafísica, para blog de Juan Pàrdo
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