La UE está obligada a ofrecer a Ucrania ayuda real, tangible y sustancial. El
ambiente cada vez está más caldeado y huele a Guerra Civil.
¿Por qué, cuando parecía que las cosas
iban a ir a mejor, que Ucrania estaba avanzando hacia un acercamiento a Europa
que significara una mejor vida para el grueso de sus habitantes, todo se hunde?
La respuesta es que quizá en realidad Ucrania no estaba avanzando. El fracaso
del acuerdo con la UE no tiene sólo que ver con la presión rusa. El presidente
Yanukóvich —como sus antecesores desde la independencia— no fue capaz de
realizar las reformas necesarias para que el acuerdo no costara a los
ucranianos la destrucción de su renqueante sistema económico. Las
transformaciones estructurales que la apertura a Europa traía consigo habrían
desintegrado por completo el sistema aún pos-soviético, basado en una
agricultura aún casi koljosiana y una industria de bienes de equipo secuestrada
por sus ventas a Rusia. Las altas cifras de crecimiento económico ucranio
tenían mucho que ver con una moneda mantenida a niveles artificialmente altos
por el banco central.
Sin un cambio fundamental en la política
económica, sin una rotunda voluntad de transformar las estructuras del país,
Ucrania no resistirá. Las tensiones identitarias sólo son peligrosas si la
situación económica se degrada. Mientras el este y el sur de Ucrania podían
crecer económicamente, vendiendo a Rusia y a Occidente, pero manteniendo las
libertades ucranias, esa peculiar mezcla de tolerancia y corrupción, nadie
pensaba en una separación del resto del Estado. El abismo económico al que se
dirigía el país bajo la falta de dirección de Yanukóvich y su casta de magnates
hizo reaccionar a las masas, pero las respuestas, habida cuenta de los
resquemores étnicos y los intereses propios, han sido muy distintas en
distintas regiones.
Y en distintas personas. La situación no
es tan simple como la presentan muchos analistas. La división evidente entre
los ucranios no es puramente lingüística, ni étnica, ni ideológica. Escucho en
la televisión ucrania los discursos en directo desde el Maidán y me encuentro
con lo que ya he visto muchas otras veces, en las ciudades y los pueblos: un
político habla en ruso, el siguiente en ucranio, hay otro que comienza en ruso
y termina diciendo frases en ucranio. Rusos y ucranianos —incluso los
nacionalistas— se sienten parte de un mismo tronco étnico. Pero eso no implica
que quieran lo mismo. Las divisiones cruzan las mismas familias, el puesto de
trabajo marca también la conciencia: quienes dependen de que sus empresas
vendan a Rusia no ven con buenos ojos a la UE, los estudiantes que han vivido y
estudiado en Fráncfort del Oder, Berlín o París quieren disfrutar también en
Kiev de las libertades ciudadanas que han disfrutado durante los meses o años
pasados en la Europa comunitaria. Es cierto que ni la crisis del euro, ni las
imposiciones alemanas a Grecia y los países deudores, ni la constante
impotencia internacional de la UE han ayudado a incrementar la confianza en una
organización que muchos —sobre todo los más ancianos— siguen percibiendo como
un enemigo de tiempos de la Guerra Fría. La UE —y todas sus formas anteriores—
fueron difamadas acerbamente por la propaganda oficial en la URSS y lo siguen
siendo ahora en Rusia. Los nacionalistas ucranios —fuertes en el oeste del país—
son temidos en el este y contemplados como fascistas y criminales. Es el
resultado de la demonización del nacionalismo ucranio llevada a cabo por el
régimen soviético, pero hunde sus raíces en un proceso histórico: el
nacionalismo radical ucranio realizó una campaña de limpieza étnica durante la
Segunda Guerra Mundial en la que murieron al menos 50.000 conciudadanos polacos
(aunque las propias milicias polacas respondieran acabando con otros 15.000
ucranios). Con la ocupación de Ucrania Occidental por la URSS al término de la
guerra, los radicales lanzaron una guerra de guerrillas de alta intensidad que
les llevó a ser aniquilados por las fuerzas del Ministerio del Interior
soviético. Es con estos nacionalistas, con su legado, con el que se identifican
los ultras actuales. Su rechazo a todo lo que recuerde a Rusia —y Yanukóvich
era para ellos un siervo ruso— les imposibilita para llegar a acuerdos. Ellos
tienen una agenda propia, su objetivo no es la democracia, pero su lucha ha
servido para quebrar el sistema.
Europa se ha convertido para muchos
jóvenes ucranios en la imagen de un futuro que quisieran para sí y sus hijos.
Resulta difícil para muchos occidentales acostumbrados al cinismo y el
nihilismo con respecto a Europa comprender las emociones que la bandera azul
con las doce estrellas despierta en ellos. Pero si Europa no reacciona el
desastre será mucho mayor. Una Ucrania soberana, democrática, libre impulsará a
una Rusia que avance por esa senda. Porque la Rusia de Putin no es, pese a
todo, una dictadura, pero el cumplimiento de sus designios sobre Ucrania
reforzaría en Rusia las tendencias aislacionistas, imperiales,
contrarreformistas. Europa ni quiere, ni puede vivir al lado de un imperio. Y
para ello Ucrania, el pueblo ucranio, es clave.
Tras los movimientos habidos en los
últimos días, el gran peligro ahora sería la desmembración del territorio
ucraniano. No se trata simplemente que las partes más industrializadas y ricas
del país se fueran, se independizaran o se unieran a Rusia. Me llegan ciertamente
voces de allá que dicen eso, que afirman que con “esa Ucrania”, la de los
seguidores del nacionalismo de Stepan Bandera, ellos no tienen nada que ver.
Pero no es así. Dada la interrelación de personas y territorios, la separación
del este y el sur, del Dnieper y de Crimea, no sería en realidad un divorcio,
sino una amputación. Y en una amputación los dos pierden: el miembro separado
muere y el cuerpo queda herido y mutilado para siempre.
En una de mis estanterías esperan diez o
doce libros de jóvenes poetisas ucranias. Teníamos la intención de hacer algún
día una antología suya, mostrar en España de qué caldo de cultivo habían
surgido movimientos como las Femen, esas mujeres capaces de luchar contra un
patriarcado aún extremadamente brutal sin más arma que su propio cuerpo. Aunque
pueda parecer anecdótico, estas mujeres son una muestra de lo mucho que Ucrania
tiene que ofrecerle a Europa. Ellas, como muchos activistas del Maidán, luchan
por cosas que todos damos aquí por sentadas —incluso aunque la crisis nos haya
arrebatado alguna—. La Unión Europea tiene que moverse y ofrecerle a Ucrania
ayuda real, tangible, sustancial.
¿Y España? ¿Pero, me dirán muchos, qué
le importa a esta cansada España de la crisis lo que suceda al otro lado del
continente? ¿No será mejor que nos dejen en paz, qué nos interesa a nosotros
aquel lejano país? Yo, sin embargo, estoy hablando cada pocas horas con mi
hermano, que está en el sur de Ucrania. Hace unos días se fue, como otras
veces, a través de Odessa, para entregar unas máquinas de tecnología española,
diseñadas y construidas por su empresa y que reportarán quizá nuevos contratos.
Algunos familiares preocupados le han animado a volverse. Pero no se va a
volver hasta que termine lo que ha ido a hacer allí. Porque ¿cómo les va a
decir a sus empleados que deja escapar unos contratos que pueden significar la
diferencia entre el desempleo y un trabajo digno? Aunque muchos no se den
cuenta, nada de lo que pase en Europa nos es ya ajeno y todo nos afecta
directamente a cada uno de nosotros
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