El misterio de la vida, y de
cada existencia singular, puede resultar insuficiente para hacernos
cargo de aquello que no acabamos de comprender y sin embargo nos constituye. Y
no parece fácil ni explicarlo, ni describirlo. Decir que cada quien
guarda su secreto no aclara demasiado. Entre otras razones, porque el asunto no
es ahora lo que se oculta a los ojos y al sentir ajeno. La cuestión es no pocas
veces lo que se hurta a
nuestra propia consideración. Cuando no hay mucho que decir y todo parece estar
dicho, sin embargo es como si algo bien decisivo quedara ausente de cualquier
explicitación. No es que nos lo guardemos para nosotros. Es que ni siquiera
propiamente lo poseemos. Es muy improbable, sin que sea necesariamente de modo
sofisticado o grandilocuente, no haber sentido que estamos desbordados por
lo que somos, y no sólo por lo que nos pasa, y es frecuente no saber apenas de
uno mismo. Es como si sólo nos dijéramos cuando reconocemos que, puestos a
sorprender, somos los primeros
sorprendidos.
La falsa tendencia a considerar que esta
experiencia es producto de una profunda elaboración teórica ignora que es de
una contundencia y de una cotidianidad tan constante y radical que en muchos
ámbitos ni siquiera es preciso argumentar para convencer. Nos ocurre. Y a quien
le sucede no precisa demasiadas aclaraciones. Pero sí algunas. No es una
extravagancia saber que no nos tenemos del todo y que quizá no
nos tendremos nunca. Y ello no sólo constituye nuestra soledad, sino nuestra
identidad y nuestra diferencia. Resulta tan trivial, que prácticamente tiene
tendencia a desaparecer. Es lo que ocurre con algunas evidencias, que son todo
un secreto.
Ludwig Josef Wittge decía que
pensamiento y mundo son lenguaje, porque el lenguaje representa al mundo y es
figura del pensamiento que tiene sentido y no gira vacío sobre sí mismo Su
reiterada cita acerca de lo que no se puede hablar, considerando que hay
que callarlo. Que Hegel haya puesto, como suele, el asunto en un
desafío absoluto, al subrayar que no hay lo inexpresable, no
nos alivia ni nos evita ciertas cuestiones. Ni siquiera está claro que nosotros
mismos no seamos en cierto modo de lo que no hay. Y ello es un estímulo.
Entonces, lo determinante es el modo de respuesta, que siempre es un modo de
decir. Ni lo sabemos ni lo podemos todo al respecto, pero precisamente esta
escisión es la clave de cualquier comunicación.
Aunque contemos cuanto sabemos
con todo tipo de detalles, sin pretender ocultar nada, a pesar de que, como
suele decirse, nos sinceremos, por más que, entregados, no busquemos
guardar ni lo más mínimo, no se expide lo que no resulta transmisible.
Entre otras razones, porque ni siquiera es un contenido conformado y definido.
Podría pensarse que, en cualquier caso, se desvela en cada palabra. Y no
faltarán quienes buscan dilucidar en lo dicho un sentido que ni reside ni
se agota en ello. Ni se limita a la relación o a la emoción, ni al
sentimiento, ni a las impotencias del concepto, ni siquiera sólo a nuestra
capacidad. Ni se resuelve con más sinceridad, ni se aclara con más
detenimiento. No es cosa de una mayor competencia o voluntad. Sin duda influyen, pero no resuelven la cuestión. Ni
siquiera la desplazan. Quizá precisamente lo incomunicable nos impulse una
y otra vez a tratar de comunicarnos. Y no se diluye con
que lo hagamos impecablemente. Más bien con ello se ratifica hasta qué punto el
asunto parece no agotarse en la intención de quien considera que
basta dar con la expresión adecuada. A veces tratamos de otorgar lo que ni
siquiera poseemos, con la confianza de que al hacerlo se nos desvele o se nos
presente a nosotros mismos.
Se insiste con razón en lo que un
rostro revela. A su vez ofrece un silencio singular. Es una presencia que
a la par desvela una peculiar ausencia. Suya, muy suya, sólo suya, y que
curiosamente no le pertenece en absoluto. Es como si anunciara lo vivido y al
mismo tiempo lo deseado, lo inviable, lo no sucedido, en un espacio
inclasificable, como aquello que no se deja recoger en un relato, lo inenarrable, pero que lo perfila y lo
concreta. No es preciso ni agudizar la vista ni la descripción tratando de
captar lo que se impone sin requerir muchas explicaciones. Pero tal imposición
tiene más que ver con un impacto que con una concepción. Nos comunica
bien lo incomunicable como incomunicable.
No es que simplemente se sugiera, es que
en ocasiones lo que se dice no se identifica sin más con lo que se comunica. Y
no sólo porque ello implica al otro, a los otros, sino porque no se ajusta al control que
el propio lenguaje trata de imponer. Sin embargo, se vislumbra de tal modo que
no se reduce únicamente a lo que no se transmite, ni a lo que se acalla, sino
que es tal su contundencia que constituye una nueva forma y figura. Cada
quien es asimismo lo incomunicable en él y por él. No es idéntico en todos los
casos y en cierto modo en ello reside no poco del atractivo individual. No lo
que esconde o acalla, tantas veces inocuo o, por muy decisivo que
parezca, de poco interés. Se trata de lo que nunca podría decir, y en este
sentido ni ocultar, aunque sólo se preserva con lo que singularmente es. Lo
incomunicable forma parte de su insustituible palabra, de lo que nadie vivirá
en su lugar. Y gracias a ella pervive. Y viceversa, por serlo, da
permanentemente que decir.
El afán de desvelar lo que no está oculto
y es palmaria superficie, como un enigma sin secreto, el ansia de entenderlo y de explicarlo
todo, confirma una vez más la impotencia de un modo de proceder sensato pero
insuficiente. Cada descubrimiento, cada invención, no sólo generan nuevas
tareas, problematizan las labores y abren nuevas posibilidades, confirman
que lo que da que decir ni se agota ni se clausura con lo
dicho.
Atribuir a la falta de espontaneidad o de
sinceridad el no exponer permanentemente todo no es una simple desconsideración
para con la intimidad o la confidencialidad, es ignorar hasta qué punto no
vivimos en la absoluta posesión del contenido y del sentido. Incluso hay
quienes creen que sólo es real lo que ellos conocen de primera mano o cosas
semejantes. Cualquier otra perspectiva, otro alcance u otra orientación les
parecen no sólo improbables sino inviables, cuando no falsos. Ellos son la
medida de todas las cosas, y más aún, de todo lo factible y de todo lo posible.
No se trata de encontrar en lo
inabarcable o en lo inefable una coartada para silenciar o
ignorar la verdad. Pero incluso en la más generosa entrega a ella, ha de reconocerse
su resistencia a ser masticada y deglutida, ingerida como lo que sucede, hasta
convertirlo todo en asumible para nuestro provecho. En la sociedad de la
permanente transmisión nacen otras opacidades y otras soledades. La supuesta pura y absoluta transparencia
y circulación se enfrenta con nuevos reductos, no pocos creados por ese
afán, y se encuentra con la impenetrabilidad de lo que en cada quien y en cada vida
no se deja atrapar por la entronización de lo comunicable.
Juan, bellísima y poética reflexión del misterio de la vida y sus razones. Tienta leerla muchas veces.
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