JORGE ZEPEDA PATTERSON. Premio Planeta 2014
Las recientes masacres de Tlatlaya e Iguala han sido perpetradas por autoridades
Espanta el nivel de deshumanización que
requieren ocho soldados para asesinar a sangre fría a una veintena de jóvenes
en Tlatlaya, y para que policías municipales capturen, maten y calcinen a 43
estudiantes en Iguala (hasta ahora se han encontrado 28 cadáveres en espera de
ser identificados, pero ya hay una confesión
de por medio).
de por medio).
El horror dantesco que provocan estas
recientes masacres en el Estado de México y en Guerrero tienen en común que han
sido perpetradas por autoridades. En ninguno de los dos casos estamos hablando
de una represión sangrienta provocada al calor de una manifestación que se sale
de control. No son policías agredidos que a una bomba molotov o una roca
responden con una bala. Se trata de ejecuciones sumarias contra víctimas
desarmadas y sometidas.
Los resortes de crueldad y bestialidad
que entrañan matanzas de esta naturaleza hacen pensar, toda proporción
guardada, en el salvajismo de las ejecuciones serbias en Kosovo, de tutsis y
hutus en Ruanda o en las cámaras de gases nazis en los campos de concentración.
No en la escala obviamente; los casos citados involucran a miles de víctimas y
constituyen genocidios en toda la línea. Pero sí en las pulsiones emocionales y
psicológicas por las que pasa un verdugo para prestarse a una ejecución
multitudinaria.
Peor aún, en Ruanda, en la Alemania nazi
o en la guerra en los Balcanes había un componente de odio étnico que de alguna
manera llevaba al ejecutor genocida a justificar su salvajismo: se trata de un acto de
identidad con los suyos y en contra de los otros, de aquellos que pertenecen a
una raza distinta, despreciable
y amenazante.
La deshumanización es el residuo tóxico de la guerra
sucia conducida por el Estado
En las matanzas de Tlatlaya e Iguala de
las últimas semanas, en cambio, no tenemos la posibilidad de echar mano de
pretextos étnicos para intentar explicar lo inexplicable: ¿por qué un ser
humano se vuelve en contra de su vecino y es capaz de tal atrocidad? Los
policías de Iguala asesinaron a muchachos de la región que podían ser sus hijos
o los de sus amigos. Los soldados que fusilaron a pobladores de Tlatlaya
pertenecen, igual que sus víctimas, a la carne de cañón de la guerra en contra
del narco. Los fusilados eran moradores locales atrapados en los negocios de
los cárteles de la droga, dedicados al trasiego de poca monta y a desempeñarse
como mano de obra en los laboratorios clandestinos.
La deshumanización que hay detrás de
estos actos es, a mi juicio, el residuo tóxico de la guerra sucia y clandestina
conducida por el Estado mexicano en los últimos ocho años. En el camino terminó
pervirtiendo a sus propias fuerzas de seguridad. El gobierno de Felipe Calderón
(2006-2012) y ahora el de Peña Nieto decidieron emprender una batalla
implacable en contra del crimen organizado, al margen de la legalidad. Cien mil
muertos sin que existan los procesos judiciales correspondientes dan cuenta de
un enfoque más cercano al exterminio que a la aplicación del derecho y la
justicia.
Una y
otra vez el gobierno anterior permitió todo tipo de excesos y violaciones a
Genaro García Luna, su zar antidrogas. El fin justificaba cualquier medio: los
narcos no tenían estatuto de combatientes de un ejército rival ni eran
delincuentes civiles; simplemente constituían una escoria que debía ser
eliminada. Los cuerpos policiacos y castrenses asumieron que en esta guerra no
había límite y todo les estaba permitido. A razón de 50 ejecuciones por día,
jornada tras jornada, los integrantes de la ley pronto entendieron que nunca
habría un fiscal detrás de ellos para examinar o castigar sus excesos.
La crueldad y la violencia de la batalla
hicieron el resto. Los códigos de la mafia terminaron por dominar a todos los
bandos: a un dedo roto se responde con la mutilación de un brazo; una ejecución
desencadena media docena de degollados; la muerte de un cuadro apreciado se
castiga con el asesinato de la familia del rival.
Nuestras fuerzas de seguridad han
conducido durante demasiado tiempo una lucha salvaje y sin códigos en contra de
la población civil. No es posible tener una policía pulcra de día y una policía
salvaje de noche; el Sr. Hyde termina por devorar al Dr. Jekyll. En el camino
han dejado de ser hombres de la ley para convertirse en combatientes de una
guerra absurda y en ocasiones sin bandos definidos. La policía de Iguala
obedeció órdenes de autoridades que están en la nómina de los narcos. Y no es
la corrupción la que sorprende, sino la disposición de los policías para
cometer un acto que a sus ojos dejó de ser abominable.
Algo tenemos que hacer diferente. Cambiar
leyes sobre las drogas, sin duda. Y más importante, someter al escrutinio de la
ley a aquellos que en teoría están allí para aplicarla. De no ser así, la
autoridad se convierte en un peligro para los ciudadanos.
Puff... que decir ante tanto horror.
ResponderEliminarSin palabras.