El senador Vidal, magistrado suspendido de sus funciones,
ha renunciado a su escaño de senador por ser un bocazas, y por no perjudicar el
procés que debe convertirlo en ministro de Justicia de la República Catalana.
Y, tras su dimisión, una caterva de líderes nacionalistas, con Sergi Sabrià y
Neus Munté a la cabeza, se han apresurado a proclamar que lo que dijo Vidal es
ensoñación y mentira, y que todo el procés discurre por cauces de legalidad y
respeto democrático. Lo malo es que la trayectoria del independentismo desmiente
a Munté y Sabrià y corrobora a Vidal. Porque en el poder de Cataluña -foco de
deslealtad y burladero de la legalidad- solo rige la ley de Campoamor: «Y es
que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color
/ del cristal con que se mira».
El mito independentista no
se basa en su verosimilitud, sino en su capacidad para transmitir ideas
complejas con relatos simples. Y por eso entiendo que cuando Vidal echa la
lengua a pacer, para ilusionar a su parroquia, está describiendo un procés
pensado para generar un caos legal, político y social que convierta en solución
necesaria lo que hoy no pasa de ser una payasada de las élites catalanas. El
desmentido de Munté y Sabrià es falso, porque todos los relatos del proceso,
incluidos los referendos y las relaciones internacionales, se inscriben en la
clave estratégica de Santi Vidal. Y por eso no hay ninguna duda de que la
Generalitat ya enfiló su artillería hacia un punto -el referendo para la
secesión- que solo puede tener dos salidas: la intervención de la autonomía, en
la forma y grado que el Gobierno decida; o la evidencia de que un Gobierno muy
débil y acomplejado ha perdido el control de este chantaje al Estado y a la
democracia de España, hoy, ausente.
El entuerto que le da
posibilidades al dislate catalán es el maniqueísmo político en el que se han
instalado buena parte de los comentaristas, académicos, juristas y políticos
españoles, que siguen creyendo que el Estado y la democracia son realidades
políticas distintas y con derivas autónomas, y que en algunos momentos de la
historia se da la aciaga circunstancia de que la radicalidad democrática tiene
que destruir el Estado antes de que el Estado cercene el vuelo abstracto de la
democracia. Y es esta bobada esencial la que permite creer que todas las
ocurrencias -incluidas las que atentan contra la existencia del Estado- están
avaladas por el principio fiat democratia et pereat mundus. ¡Y ahí le andamos,
manito! Por eso creo que el Gobierno no tendrá más remedio que aplicar -antes
de que sea tarde- el artículo 155 de la Constitución, intervenir la
Generalitat, y reponer el orden constitucional, jurídico y político. Porque ni
el caos es tolerable, ni el Estado puede inhibirse ante las ocurrencias que
amenazan su unidad con total impunidad.
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