Tras muchas negativas a declarar reside una abierta resistencia a dar cuenta de la gestión política, y una búsqueda de la impunidad a través del voto popular
En campaña electoral, los políticos son personajes de ficción que explican lo que dicen ser. Es la ejecución política lo que cuenta, porque somos nuestros actos, no nuestras palabras. Por eso es interesante fijarse en la actividad legislativa mientras dura el campanilleo de la feria electoral. Si han puesto oído estas semanas, la palabra mágica es Inquisición. Llamados a declarar en comisiones parlamentarias, en sesiones de control y en requerimientos informativos, muchos políticos se han negado a acudir alegando que no piensan someterse a procesos inquisitoriales. Bueno es que se reconozca a la Santa Inquisición como una vergüenza nacional, un episodio negro. Eso quiere decir que con retraso, quizá, veremos a los españoles avergonzarse de actitudes muy patrióticas y soliviantadas, de persecuciones y crímenes cometidos por una supuesta buena causa. Hay esperanza para el Valle de los Caídos, por ejemplo, de aquí a cuatrocientos años.
Pero detrás de esas negativas envueltas en vilezas históricas reside una abierta resistencia a dar cuenta de la gestión política y la búsqueda de la impunidad a través del voto popular. Una de las columnas vertebrales de la democracia es el control institucional. La victoria en la competición electoral no es una bendición con agua sagrada. Por eso, cuando los españoles votan no renuncian de manera automática a una auditoría solvente y cierta de sus representantes. Llamar a esa auditoría de la gestión proceso inquisitorial es un retruécano moral. Por ese camino podemos negarnos a una inspección de Hacienda alegando que es una invasión de nuestra privacidad. Ya muchos utilizan esta argumentación y así se niegan a hacer pública su declaración de bienes pese a ocupar cargos públicos o consideran la revelación de los papeles de Panamá, la lista Falciani o la nómina de los premiados con la amnistía fiscal como una intromisión en la intimidad.
La Inquisición, precedente religioso de las modernas purgas ideológicas, las confesiones forzadas y los campos de tortura justificados en aras de un bien supremo, ha sido arrinconada en el cajón de la infamia. Por eso, cada vez que vuelvan a escuchar a un político negarse a dar cuenta de su gestión económica aduciendo que no quiere someterse a un proceso inquisitorial, tengan claro que lo que pretende es eludir su responsabilidad y esquivar la obligación de rendir cuentas del uso que hace de lo público. Llamar inquisidores a los auditores, a los investigadores, a los inspectores o a los diputados es un insulto que tan solo pretende perpetuar la impunidad. Al día de hoy no buscamos herejes, solo ladrones, para así tratar de preservar la tambaleante fe en los servidores públicos.
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