Entre los toreros, morir es tener un día sin suerte. Para Rodolfo Rodríguez, El
Pana, fue lo contrario. A las 18.45 del jueves, en el octavo piso
del Hospital Civil de Guadalajara (México), el matador tetrapléjico vio
cumplido su último y más íntimo deseo: abandonar este mundo. Lo hizo a los 64
años, inmóvil, sin poder respirar por sí mismo, pero rodeado de su familia y de
personal médico. En el trance, no recibió ayuda. O eso dice el parte oficial.
Sufrió un agravamiento de su neumonía y un deterioro súbito de su estado; luego
sobrevino un paro cardiaco y todo terminó.
La muerte fue su victoria. No por esperada, menos cruel. Todo se
torció el pasado 1 de mayo, cuando el destino cruzó
con él en una plaza de Durango. El segundo toro, de nombre Pan
francés, le embistió. El Pana voló y, en su caída, quedaron
fulminados 37 años de luces y penas.
De la plaza salió quebrado. Los médicos le diagnosticaron una
lesión cervical severa con fractura de tres cuerpos vertebrales. Se le practicó
una traqueotomía, se intentó restablecer el impulso neuronal. Pero nada se
logró. El torero quedó
tetrapléjico. Para
siempre. Consciente de ello, hizo de su agonía un reto y a través de señas y
susurros comunicó a parientes y médicos su deseo de morir.
Los facultativos, sabedores de que su vida pendía de un hilo,
decidieron evitar el encarnizamiento terapéutico. A los pocos días, cuando
vislumbraron una mejoría, lo sacaron de la Unidad de Cuidados Intensivos.
“Permaneció estable una semana, pero esta mañana su salud empeoró súbitamente,
se quedó triste”, explicó a el director del hospital, Francisco Martín Preciado
Figueroa.
Con su muerte, se cierra un capítulo lunar de la historia del
toreo mexicano. Excesivo y canalla, El Pana fue un matador de arrabal. Le
gustaba llegar en calesas rosas a las plazas, lucir coleta decimonónica y fumar
habanos gruesos como brazos. El ritual no iba con él. Tampoco la genuflexión.
Había conocido el hambre y la cárcel, también el embrujo del alcohol. Antes de
empuñar la espada, fue sepulturero, vendedor de gelatinas y hasta panadero (de
ahí su mote). Los entendidos le daban la espalda; los cosos de postín le
repudiaban. Era una figura triste y casi cómica en un país de imposible
explicación.
Poseído por un estilo teatral, la gloria siempre se le mostró
esquiva. Lo más cerca que pasó fue cuando, en busca de algún dinero, decidió
organizar su despedida. Ocurrió el 7 de enero de 2007, en la Monumental de
México. Ante decenas de miles de aficionados, en una corrida televisada, rompió
con el protocolo que tanto odiaba y, frente a la multitud boquiabierta, brindó
por “las putas, las mujeres de tacón dorado y pico colorado”. Para ellas pidió,
en esa tarde de despecho, la bendición de Dios. "Ellas saciaron mi
hambre y me dieron protección en sus pechos y muslos, ellas acompañaron mi
soledad", clamó. Poco importaron luego los dos toros. Había alcanzado la
fama. Pero esta se apagó pronto y, pese a seguir toreando y ser la espada con
más años del país, no volvió a visitarle hasta que el pasado 1 de mayo, negra y
torcida, le sacó roto de la plaza de Durango. Fue entonces cuando El Pana,
desde una cama de hospital, lanzó su último desafío.
Ayer, a la hora extraña en que anochece en México, el torero
murió. Era lo que quería. Esa fue su verdadera despedida.
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