El llanto de Pablo Iglesias cuando acudió a visitar la tumba de su abuelo (en la ""cuneta"", al que nunca conoció.
Oportuno es recordar el llanto de Pablo Iglesias cuando acudió a visitar la tumba de su abuelo, al que no conoció. Aquella escena, me dejó turulato durante semanas, y de cuando en cuando la rememoro, y me turbo.
Llorar
sin motivo en público es una ordinariez. La tristeza hay que saber
dominarla para no violentar a los demás. Las lágrimas no son
reprimibles. Lo malo son los jipidos, los soponcios y los sollozos. El
desmayo en un cementerio, muy habitual entre los folclóricos,
desaconseja la cercanía con el desmayado. Edgar Neville no los
soportaba. –He dejado de ir a los entierros porque se han puesto de moda
los desmayos, y me producen una humillante vergüenza ajena–. Recuerdo
una entrevista, breve pero jugosa, a una chica muy mona que fue efímera
novia de Gonzalo de Borbón Dampierre, primo hermano del Rey Juan Carlos.
Durante la entrevista, perdió la serenidad y le temblaron labios y
barbilla. –Es que lo he pasado muy mal en las últimas semanas. A mi
madre le dolían mucho las encías–. Menos mal que en un alarde de coraje y
valentía, terminó por superar tan angustioso dolor materno.
Anteayer
fue entrevistada la corajuda independentista catalana Marta Rovira, la
del pelo inguinal distribuido por toda su cabeza. Se refería a los malos
resultados de su partido, ERC, en las elecciones autonómicas del
nordeste de España. Ella, dando muestras de su valor y siendo una de las
responsables del llamado «tsunami democrático», huyó a Suiza. Marta
Rovira anunció ante los micrófonos que sostenían emocionados reporteros,
que a pesar de los malos resultados de ERC, seguirá en la lucha –desde
Ginebra–, y Cataluña al fin, más pronto que tarde, será una nación
independiente y soberana. –Llegaremos al final–, y al emitir tan
histórica frase, lloró. Cambió los vítores por los jipidos, y debo
reconocer que consiguió con holgura originar en mí, que no soy
partidario, una profunda alteración anímica, una elemental turbación. Me
la figuré sufriendo en Suiza durante su penoso autoexilio, tan
calamitoso y brutal como el de Puigdemont en Waterloo, y me sumé al
lloriqueo. –Esta gente lo ha pasado muy mal– dije para tranquilizarme.
No obstante lamenté que no especificara si, durante el atribulado cambio
de domicilio, le dolieron o no las encías.
Entre
el servicio doméstico que permanecía durante decenios en una casa, se
lloraba mucho cuando sobrevenía a sus patrones alguna desgracia
inesperada. La niña mayor de la noble familia cayó gravemente enferma.
Una difteria. Diagnóstico seco y pronóstico brutal. Sus padres
soportaron la desgracia con educada entereza. Pero no así el servicio
doméstico, que plañía en cada rincón de la casa. Milagrosamente, la
enfermedad entró en crisis y la niña mejoró. Fuera ya de peligro, el
padre de la enferma le dijo a su mujer, la madre de la paciente:
–Nuestra hija no se muere, a Dios gracias, pero a ver quién es el guapo
que se atreve a decírselo al servicio–.
Oportuno
es recordar el llanto de Pablo Iglesias cuando acudió a visitar la
tumba de su abuelo, al que no conoció. Aquella escena, me dejó turulato
durante semanas, y de cuando en cuando la rememoro, y me turbo.
De
ahí, la admiración que he sentido por la serenidad y entereza mostrada
por un compañero de partido de Marta Rovira. Me refiero, como es de
suponer, a Gabriel Rufián. Rufián anunció años atrás que permanecería en
Madrid, representado a su partido en el Congreso de los Diputados, 18
meses. Ni un día más. Desde aquella promesa, han transcurrido 106 meses,
y le ha tomado el gusto a Madrid. De los pobres resultados de su
partido en las elecciones catalanas, él es también máximo responsable.
Sobrevive en Madrid gracias al modesto sueldo que España asegura a sus
diputados. Y también a la tranquila educación de sus gentes, que no le
insultan por la calle como en Barcelona. Por ello, Rufián se ha impuesto
a sus sentimientos, y ha declarado que sigue, que no se va, que se
mantiene en su escaño, y que su presencia en Madrid es vital para
alcanzar, con anterioridad a la finalización de las obras de la Sagrada
Familia de Gaudí, la independencia de Cataluña. Y lo ha dicho sin
emocionarse, y menos aún, llorando a moco tendido por la conmoción del
momento. «Seguiré en Madrid». Y sin soltar una lágrima.
Un hombre realmente excepcional.
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