Igual que hay masas
ideologizadas indulgentes con la corrupción peronista en Argentina las hay aquí
con la cleptocracia organizada tantos años por el 'virrey' Jordi Pujol en
Cataluña
La atinada apreciación del
maestro Borges de que el peronismo era incorregible no ha sido enmendada por el
tiempo; al contrario, se ha visto reforzada y revaluada hasta resultar una
moneda común más solvente que el cíclicamente depreciado peso argentino. Tal
ponderación hizo fortuna nada más salir de labios del genio. Ello dio pie a una
festejada anécdota. Con su vista ya irreversiblemente perdida, un gentil
paseante se ofreció a ayudarle a cruzar una confluida avenida bonaerense.
Avisado su inesperado lazarillo sobre lo que la celebridad opinaba de los
peronistas, se sintió obligado a prevenirle de su condición de tal:
"Disculpe maestro, pero le tengo que advertir que soy peronista". Con
una sonrisa bienhumorada, éste repuso: "¡No se preocupe, joven! Yo también
soy ciego".
Ciertamente, Argentina,
siendo un país pródigo en recursos, se ha entregado de hoz y coz a un peronismo
que ha obrado un sistema clientelar y corrupto que no sólo la ha depauperado
lastimosamente, sino que la ha hecho tan solipsista como para no percatarse de
la naturaleza y de la gravedad de sus males. Empero, la atinada ponderación de
Borges sobre la incorregibilidad peronista cabe extenderla a buena parte de los
argentinos, aunque no se adscriban a este movimiento, si bien se comportan como
tales.
Siendo peronistas sin
saberlo, le dan la razón al general Perón, a tenor de la contestación que le
dio a un periodista extranjero que le inquirió sobre las querencias políticas
de sus compatriotas. Tras pormenorizarle la existencia de radicales,
socialistas, comunistas, fascistas..., su entrevistador le objetó: "Pero,
general, ¿dónde se deja usted a los peronistas?", a lo que el caudillo
refutó: "Ah, no, peronistas somos todos".
Así lo parece atendiendo a
la historia del país desde los años 40 cuando Perón prohijó una causa populista
en la que Podemos tiene una fuente de inspiración por medio del filósofo
postmarxista bonaerense Ernesto Laclau, autor de La razón populista, y a la
amplia victoria cosechada por su candidato, Alberto Fernández, en las
elecciones primarias de hace una semana, lo que aventura el retorno peronista a
la Casa Rosada tras los comicios decisorios de octubre.
De refrendarse las
expectativas, el liberal Mauricio Macri supondría un nuevo paréntesis en el
cuasi monopolio del poder por parte del movimiento auspiciado por quien
entendía que "nosotros proclamamos los derechos sociales" y "las
cuestiones actuariales que las arreglen los que vengan dentro de 50 años".
En justa correspondencia, la primera dama, Evita Perón, enardecía a las masas
al grito de "¡ustedes tienen el deber de pedir!", mientras cavaba la
ruina argentina y ponía su fortuna al buen recaudo suizo, sin merma de la
confianza de un pueblo enfebrecido con sus mentiras alzadas en verdad oficial.
Ya el retórico Gorgias confió a Sócrates su experiencia de que cada vez que
arribaba a una ciudad con su hermano para que les confiasen su salud, siempre
escogían a él, un sofista, y no a su consanguíneo, médico. Acumuló una fortuna
tal como para autoerigirse una estatua de oro. Invariablemente, curanderos y
milagreros siempre prosperan en épocas de turbación.
Ante este estado de cosas,
el ingeniero Macri tendría, eso sí, el honor de ser el primer gobernante no
peronista que culmina su mandato desde 1928 tras heredar una situación límite
con un Estado plagado de clientelismo, despilfarro y corrupción, como si fuera
la forma de ser de los argentinos. Aparecían entonces las calles bonaerenses
cubiertas de graffitis con Cristina Kirchner interpelando a los viandantes con
el dedo índice junto a la leyenda La culpa es tuya... vos me votaste. Incluso
para el peronismo más recalcitrante entrañaba una gran incomodidad adherirse a
la diarquía multimillonaria del matrimonio Kirchner hablando del hambre para
abanderar a los desheredados que ellos producían con su nefanda política y sus
mangancias al por mayor. Por más que los argentinos tengan asumido que nadie se
hizo rico allí con su trabajo desde la eclosión del peronismo, incluso el abuso
tiene un límite.
Olvidando su historia y
condenados impenitentemente a repetirla como Sísifo a arrastrar la roca
pendiente arriba, la artífice de aquel "país sensacional"
-"sensación de inseguridad, sensación de crisis, sensación de recesión,
sensación de incertidumbre"-, al tiempo que es juzgada por sus
latrocinios, retorna a la vida pública al cabo de cuatro años de dejar la Casa
Rosada por la puerta trasera. Lo hace como vicepresidenta en la candidatura que
ha derrotado sin paliativos a un perplejo Macri, quien además puede verse
tragado por la ola gigantesca que ha desatado el tsunami electoral. Paradójicamente,
a la hora del adiós, intenta atajar contrarreloj con medidas de corte
claramente peronista que desmienten su trayectoria liberal, lo que refrendaría
la generalizada impresión de que todos los partidos argentinos son, en esencia,
peronistas. En el combate que libra en pos de su pervivencia política, Macri
enciende la chimenea del gasto electoral haciendo fuego con los pesos de los
Presupuestos del Estado. En su agonía, ha claudicado a la tentación populista
vendiendo su alma al diablo y ya se sabe cómo se cobra éste sus deudas de
juego.
Es tal la omnipresencia del
peronismo que, durante la Guerra de las Islas Malvinas, hubo argentinos que, al
modo de los afrancesados de la España napoleónica, ironizaron con que había
sido una buena idea desafiar al Reino Unido para ver si, en represalia, los
invadía y erradicaba la corrupción institucional de un país acostumbrado a
robarse a sí mismo. Pero, claro, ya ni siquiera la Inglaterra del Brexit
liderada por el populismo ramplón de Boris Johnson, buen biógrafo de Churchill
pero pésimo heredero de sus enseñanzas, tiene nada que ver con aquella otra de
Margaret Thatcher que sí fue, por contra, epígono del estadista británico por
excelencia.
En este sentido, se diría
que, al cabo de 40 años de aquel conflicto destinado a enmascarar los problemas
de la Dictadura, ambos países confluyen en parejos populismos que eluden las
consecuencias de sus acciones echándolas a rodar por tejados ajenos. Por ello,
fue gratificante escuchar un discurso de investidura tan en las antípodas de la
nueva presidenta de la Comunidad de Madrid, pregonando la bajada de impuestos y
el impulso a la libertad económica. Bases de la autonomía del espectacular
desarrollo frente al declive de la Cataluña fuertemente intervenida por el
nacionalismo o de otras regiones en manos de la asfixia fiscal de la izquierda
estatalista. No obstante lo cual, a nadie se le escapa de lo hercúleo de la
tarea de la novel Ayuso timoneando una coalición frágil y remando a
contracorriente de un eventual Gobierno de la nación de izquierdas supeditado a
podemitas e independentistas.
Tras el amago socialista de
meterlo en la cárcel por el agujero de Banca Catalana, éste empezó a dar
lecciones de ética, como presumió asomado al balcón de la Generalitat, a base
de prolongar la corrupción desde el Gobierno autonómico con un éxito inusitado.
No ya entre su propia parroquia inclinada a tolerar al ladrón si es de los
suyos, sino desde la izquierda cómplice, como bien tradujo el escritor
comunista Vázquez Montalbán -"Nadie, absolutamente nadie en Cataluña, sea
del credo que sea, puede llegar a la más leve sombra de sospecha de que sea un
ladrón"-, así como todos aquellos que necesitaban su voto para gobernar
España con quien tuvo engañados a tantos como para proclamarle español del año.
Muy recientemente, Felipe
González seguía creyendo en su inocencia, pese a que las pruebas en contra
formaban un alud tal como para recluirle entre rejas tanto al capo como a su
familia. No sólo rezaba unida el credo nacionalista, sino que constituía una
organización sacrosanta de delincuentes. Eso sí, dotada de patente de corso y
con capacidad indubitada para esquilmar a los catalanes y al conjunto de los
españoles acusando a estos últimos de robar a Cataluña.
Pocos autorretratos tan
cabales como el que ese gran embaucador que ha resultado ser el nada honorable
Pujol hizo de sí en la octavilla en la que, bajo el título Os presentamos al
general Franco, apeló a boicotear una visita del dictador y en el que labró su
mito de redentor de Cataluña. "El general Franco, el hombre que pronto
vendrá a Barcelona, ha elegido -se leía- como instrumento de gobierno la
corrupción. [...] Sabe que un país podrido es fácil de dominar. [...] Por eso,
el régimen ha fomentado la inmoralidad de la vida pública y económica".
Al cabo de 50 años, en los
que Cataluña ha discurrido del franquismo al nacionalismo sin vivir plena
libertad, es difícil no ver reproducido prístinamente a este gran Tartufo.
Alardeando de virtud, se ha descubierto un gran impostor. Ha hecho del
patriotismo su patrimonio, jugando con una crédula sociedad que ya elevó a la
categoría de héroe antinazi a un farsante llamado Enric Marco.
Toda Cataluña tenía motivos
sobrados para saber de los negocios de la parentela de los Pujol, pero se hacía
la nueva. Quiso creer más lo que oía de boca del patriarca de la tribu que a lo
que veía con sus ojos. Primero fueron los enjuagues del abuelo cambista
ejerciendo estraperlo bajo el amparo que siempre prestó a la burguesía catalana
el franquismo, luego el enriquecimiento ilícito del hijo con el voto de oro de
los Presupuestos del Estado y el rédito del 3% de las obras de la Generalidad
y, postreramente, los ahorros de los nietos, secundando esos tráficos ilegales
por ser quienes eran. Tras irse de rositas del saqueo de Banca Catalana y
garantizarse una impunidad que ha pervivido hasta su jubilación, Pujol creyó
que todo el monte era orégano hasta que, con sus propias manos, llamó a sus
daños.
Si Josep Pla expresó
gráficamente que "el catalanismo no debería prescindir de España porque
los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos",
ahora que no fabrica tantos calzoncillos y sí muchas banderas, faltan metros de
tela de estelada para ocultar tanto latrocinio. El nacionalismo combatía el
supuesto expolio de Cataluña por parte de esa España que le robaba expoliando a
España entera y a su amada Cataluña. Lo mismo que el antaño líder de la Liga
Norte, Umberto Bossi, se enriqueció agitando su xenofobia contra la Roma
ladrona y el Sur parasitario. No es casualidad que los detalles de su sistémico
saqueo figurasen en una carpeta bajo el epígrafe The Family. Ambos encarnan
aquello de Samuel Johnson de que el patriotismo es el último refugio de los
canallas y en cómo los deseos aumentan con las posesiones.
Sin embargo, no hay voluntad
de dar fin a la mascarada. Mucho menos cuando el ser humano no aguanta mucha
realidad y escoge autoengañarse en una Cataluña expoliada por sus gobernantes.
Al tiempo que se quedaban con la bolsa, daban más voces que nadie gritando
"¡que viene el ladrón!". Amaban a su ladrón como sólo los argentinos
supieron hacer con Perón. Al ser derribado en 1955 por la llamada revolución
libertadora que restauró la democracia y que difundió información acerca de las
malversaciones y las prácticas sexuales del dictador, al que acusaban de
proxenetismo y corrupción de menores, sus partidarios salían en su defensa
coreando: "Puto y ladrón, queremos a Perón". Allí persiste perenne su
legado como aquí sigue indemne un cleptócrata que, más que un patriota catalán,
ha resultado serlo de la Unión de Bancos Suizos. Es lo que sucede, en efecto,
cuando los pueblos reverencian hasta la idolatría a sus ladrones.
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