La política (para
Franco –dictador social del siglo XXI-, para los dictadores chinos, para la
familia Castro y para tantos otros) no es más que la actividad sediciosa de
quienes se oponen al régimen y tratan de derrocarlo con malas artes, es decir,
con artes subversivas que pueden poner en peligro el monopolio antipolítico de
la autoridad establecida.
Cuando digo que la
orden de Franco de no meterse en política sigue vigente no pretendo insinuar
que hoy en España mande sólo uno o sólo unos cuantos, lejos de mi tan
comprometedora insidia. Pero creo que aún perdura cierta nostalgia de los
tiempos en que las decisiones importantes estaban reservadas a una casta
restringida, excluyente y poco acogedora para quienes no tenían debidamente
aprobadas las pruebas de acceso.
Ahora la libertad de
opinar está reconocida, faltaría más: se puede criticar severamente a quienes
gobiernan, a diferencia de la época franquista felizmente dejada atrás. Incluso
está comúnmente admitido que se puede despotricar y dar coces contra el
aguijón, con todo el estruendo del caso. No son prácticas recomendadas, pero se
las acepta como males inevitables que acompañan las sencillas alegrías
populares de la vida democrática, un poco como el ruido ensordecedor de los
fuegos de artificio es a la vez un inconveniente (y también un aliciente para
muchos) de las jornadas festivas en nuestro país propenso a la traca.
Criticar, vociferar,
patalear... pues venga, que no falte de nada, también el Gobierno tiene sus
adictos dispuestos en los medios de comunicación a devolver como frontones las
censuras que se le hacen contra los partidos de la oposición que pudieran
beneficiarse de ellas. Pero cosa diferente es que ciudadanos sin mejores
títulos políticos (es decir, simples especialistas en obedecer) pretendan con
descaro plantear iniciativas y promover acciones que puedan interferir de algún
modo eficaz en lo que los especialistas en mandar han acordado entre ellos.
Tanto atrevimiento es visto e inmediatamente descalificado como intrusismo
profesional por parte de los políticos que manejan el mundo de las decisiones,
no ya de las opiniones.
El dicterio que
utilizan para derogar esa injerencia resulta cuando menos sorprendente:
pretenden insultarla tachándola de "política". No hay nada peor que
hacer política o moverse por razones políticas si uno no tiene la debida
autorización oficial. Hacer política cuando no es político reconocido equivale a
poner multas sin ser guardia municipal: una forma de usurpación. Y de poco
sirve recordar a quien corresponda que en una democracia los políticos -no por
afición sino por institución- somos todos los ciudadanos.
Se nos dirá entre
dientes que puede que así sea en teoría pero que no hay derecho a tomárselo tan
en serio en la práctica... fuera de las debidas y reguladas convocatorias
electorales. Para hacer política hay que sacarse licencia, igual que para dar
de comer los restaurantes londinenses exhiben en la puerta, a fin de evitar
problemas legales, su fully licensed.
A los aficionados a las
novelas decimonónicas estas precauciones institucionales nos resultan
sobradamente conocidas. Son muy similares a las que rodeaban en aquellos días
ese otro negocio oscuro y peligroso, el amor.
Tal como la política,
el amor es también ardiente y sucio pero imprescindible para el mantenimiento
de la sociedad. El amor no es nada de lo que hay que ser: no es objetivo, ni
desinteresado, ni equilibrado, ni renunciativo (en amor nadie dice "pase
usted primero" salvo los gilipollas y Humphrey Bogart en Casablanca):
exactamente igual que el afán político, que comparte esas características
apasionadamente viciosas y también lo tempestuoso de sus consecuencias.
De modo que el amor y
la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente
imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para
minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y
casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio
conveniente bendecido por la Iglesia ("es mejor casarse que
abrasarse", San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a
un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
Dentro de tales rutinas
y normas el amor resultaba cosa productiva, tan edificantemente provechosa como
la inversión en fondos del Estado. Fuera de ellas podía convertirse en una
fiebre lujuriosa, destructiva, tal como atestiguan los tristes destinos de Emma
Bovary o Anna Karenina. Y después lo mismo ocurre en política: quien sienta la
comezón participativa, debida a una sobreexcitación de sus hormonas
democráticas, debe afiliarse a un partido sólido y acrisolado, pasar en él los
largos y abnegados años de meritoriaje, ascender poco a poco en la jerarquía
burocrática, obedecer a los líderes hasta llegar a serlo uno mismo y sobre todo
barrer siempre para casa. Por esta vía cualquier peón indocumentado adicto a la
propaganda sectaria puede convertirse en un respetable hombre de Estado:
ejemplos no faltan, miren a su alrededor.
En caso contrario, la
pasión política asilvestrada lleva a los más atroces desvaríos: crispación,
hacer el juego al adversario y sobre todo inoportunidad. Ninguna iniciativa
política propuesta desde fuera de los partidos puede corresponder al espíritu
del momento ni a lo que pide la situación presente, porque la oportunidad y lo
que pide el momento presente son la principal manufactura monopolizada por los
partidos. Fuera de la Iglesia no hay salvación, ni en el amor ni en la
política... y así para siempre.
Bueno, para siempre no.
Hace más de un siglo que los amores se libraron del corsé pudibundo y hoy
leemos las desventuras de los viejos amantes con melancólico alivio. Esperemos
que no haga falta otro siglo más para que la participación política reciba
también de forma pública y efectiva la bendición del libertinaje.
Fernando Savater es
catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Es un artículo estupendo, pero yo creo que el amor tiene o debe de tener un aspecto transgresor. No sé...creo que se mezcla el tema del poder, el del dominio, y el sexual
ResponderEliminarLas autoridades podrán manejar la política, nunca el amor. En todo caso engendrarán odio, como los que llaman venganza a la legítima defensa.
ResponderEliminar"De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos."
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, Juan Pardo
ResponderEliminarotro franco para limpiar toda la mierda comunista luego que se valla,
ResponderEliminarel dia 2o de noviembre 40 años sin el genarasimo,..viva franco arriba españa,
ResponderEliminar¿Qué lleva en el cuello: un zorro o un lobo?
ResponderEliminarEs un Pastor Alemán.
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