He vivido en muchos lugares y con ningún
otro me ocurre nada parecido. Tal vez porque con ninguna ciudad soñé tanto de
niño, atizado por las lecturas de Julio Verne, de Alejandro Dumas y de Victor
Hugo, y a ninguna otra quise tanto llegar y echar allí raíces, convencido como
estaba, de adolescente, que solo viviendo en París llegaría a ser algún día
escritor. Cada vez que voy a París siento una curiosa sensación, hecha de
reminiscencias y nostalgia. Los recuerdos, que fluyen como una torrentera, van
sustituyendo continuamente la ciudad real y actual por la que fue y solo existe
ya en mi memoria, como mi juventud.
Por supuesto era una gran ingenuidad,
sin embargo, de algún modo, resultó cierto. En una buhardilla del Wetter Hotel,
en el Barrio Latino, terminé mi primera novela y en los casi siete años que
viví en París publiqué mis primeros tres libros y empecé a sentirme y funcionar
en la vida ni más ni menos que como un escribidor. En el París de fines de los
cincuenta y comienzos de los sesenta vivían todavía Sartre, Mauriac, Malraux,
Camus, y un día descubrí a André Breton, de saco y corbata, comprando pescado en
el mercadito de la rue de Buci. Una tarde, en la Biblioteca Nacional de
entonces, junto a la Bolsa, tuve de vecina a una Simone de Beauvoir que no
apartaba un instante la vista de la montaña de libros en la que estaba medio
enterrada. Eran los años del teatro del absurdo, de Beckett, Ionesco y Adamov,
y a éste y sus ojos enloquecidos se lo veía todas las tardes escribiendo
furiosamente en la terraza del Mabillon.
La ducha en el hotel costaba 100 francos
de entonces, uno de ahora, exactamente lo mismo que un almuerzo en el
restaurante universitario y que una entrada a la Comédie-Française en las
matinés de los jueves, dedicadas a los escolares. Los debates y mesas redondas
de la Mutualité eran gratis y yo no me perdía ninguno. Allí vi una noche la más
inteligente, elegante y hechicera confrontación política que he presenciado en
mi vida, entre el primer ministro de De Gaulle, Michel Debré, y el líder de la
oposición, Pierre Mendès-France. Me parecía imposible que quienes se movían con
esa desenvoltura en el mundo de las ideas y de la cultura fueran solo
políticos. Ahora las películas de la Nouvelle Vague no parecen tan importantes,
pero en esos años teníamos la idea de que François Truffaut, Jean-Luc Godard,
Alain Resnais y Louis Malle y su órgano teórico, Cahiers du Cinéma, estaban
revolucionando el séptimo arte.
Pero, tal vez, si tengo que elegir el
más vivo y fulgurante de mis recuerdos de esos años, sería el de los de los discursos
de André Malraux. Siempre he creído que fue un grandísimo escritor y que La
condición humana es una de las obras maestras del siglo veinte (el menosprecio
literario de que ha sido víctima se debe exclusivamente a los prejuicios de una
izquierda sectaria que nunca le perdonó su gaullismo). Era también un orador
fuera de serie, capaz de inventar un país fabuloso en pocas frases, como lo vi
hacer respondiendo, en una ceremonia callejera, al Presidente Prado, del Perú,
en visita oficial a Francia: habló de un “país donde las princesas incas morían
en las nieves de los Andes con sus papagayos bajo el brazo”. Nunca olvidaré la
noche en que, en un Barrio Latino a oscuras, iluminado solo por las antorchas
de los sobrevivientes de los campos nazis de exterminio, evocó al mítico Jean
Moulin, cuyas cenizas se depositaban en el Panthéon. Entre los propios
periodistas que me rodeaban había algunos que no podían contener las lágrimas.
O su homenaje a Le Corbusier, con motivo de su fallecimiento, en el patio del
Louvre, enumerando sus obras principales, de la India a Brasil, como si fueran
un poema. Y el discurso con el que abrió la campaña electoral, luego de la
renuncia de De Gaulle a la presidencia, con esa frase profética: “Qué extraña
época, dirán de la nuestra, los historiadores del futuro, en que la derecha no
era la derecha, la izquierda no era la izquierda, y el centro no estaba en el
medio”.
Entonces, en aquel París, Un joven herido
por las letras, insolvente podía vivir con muy poco dinero, disfrutar de una
solidaridad amistosa y hospitalaria de la gente nativa, algo inconcebible en la
Europa crispada, desconfiada y xenófoba de nuestros días. Había una picaresca
de la supervivencia que, con la ayuda de la Unión Nacional de Estudiantes de
Francia, permitía a millares de jóvenes extranjeros comer por lo menos una vez
al día y dormir bajo techo, recogiendo periódicos, descargando costales de
verduras en Les Halles, cuidando inválidos, lavando y leyendo a ciegos o —los
trabajitos mejor pagados— haciendo de extra en las películas que se rodaban en
los estudios de Gennevilliers. En uno de los momentos más difíciles de mi
primera época en París yo tuve la suerte de que el locutor que narraba en
español Les Actualités Françaises perdiera la voz y me tocara reemplazarlo.
París fue siempre una ciudad de
librerías y, aunque las estadísticas digan lo contrario y aseguren que se
cierran a la misma velocidad que se cierran los viejos bistrots, la verdad es
que sigue siéndolo, por lo menos por los alrededores de la Place Saint Sulpice
y el Luxemburgo, el barrio donde vivo y donde ayer, en un paseo de menos de una
hora, conté, entre nuevas y viejas, más de una veintena. Claro que ninguna de
ellas tiene, para mí, el atractivo sentimental de La Joie de Lire, de François
Maspero, de la rue Saint Severin, donde, el mismo día que llegué a París, en el
verano del año 58, compré el ejemplar de Madame Bovary que cambiaría mi vida.
Esa librería, situada en el corazón del Barrio Latino, era la mejor provista de
novedades culturales y políticas, la más actual y también la más militante en
cuestiones revolucionarias y tercermundistas, razón por la cual los fascistas
de la OAS le pusieron una bomba. Todavía recuerdo aquella vez, años más tarde
de los que estoy evocando, en que llegué a París, corrí a la La Joie de Lire y
descubrí que la había reemplazado una agencia de viajes. Probablemente fue allí
cuando sentí por primera vez que el esplendoroso tiempo de mi juventud había
comenzado a desaparecer. La muerte de esta maravillosa librería fue, me dicen,
obra de los robos. Maspero había hecho saber que no denunciaría a los ladrones
a la policía, a ver si con este argumento moral aquellos disminuían. Parece que
más bien se multiplicaron, hasta quebrarla. Indicio claro de que París empezaba
a modernizarse.
Algo no ha cambiado, sin embargo; sigue
allí, intacta, idéntica a mis recuerdos de hace cincuenta y tantos años: Notre
Dame. Yo vivía en París cuando, luego de tempestuosas discusiones, la idea de
Malraux, ministro de Cultura, de “limpiar” los viejos monumentos prevaleció.
Liberada de la mugre con que los siglos la habían ido recubriendo, apareció
entonces, radiante, perfecta, milagrosa, eterna y nuevecita, con sus mil y una
maravillas, refulgiendo en el sol, misteriosa entre la niebla, profunda en las
noches, fresca y como recién bañada en las aguas del Sena en los amaneceres.
Desde que era joven me hacía bien ir a dar un paseo alrededor de Notre Dame
cuando tenía un amago de desmoralización, una parálisis en el trabajo,
necesidad de una inyección de entusiasmo. Nunca me falló y la receta me sigue
funcionando todavía. Contemplar Notre Dame, por dentro y por afuera, por
delante, por detrás o por los costados, sigue siendo una experiencia exaltante,
que me disipa los malos humores y me devuelve el amor a las gentes y a los
libros, las ganas de ponerme a trabajar, y me recuerda que, pese a todo, París
es todavía París.
Mario Vargas LLosa
Para mi París es la capital del mundo
ResponderEliminarSólo a una mente como la vuestra, solo a un alma nacida para observar a la humanidad, con sus miserias y grandezas, se lo pueden ocurrir el silabeado de una vida, de un mundo entero en un enlace de blog....Eso eres, Juan, un hombre con intensas vivencias, un sociólogo con la óptica critica, con la pluma de un poeta y con el intenso deseo en la intimidad de vuestra alma, de ver al mundo en una situación más equitativa y menos indiferente......Por eso, te valoro tal cual eres, tal cual sientes y del modo intenso con que vibras y me transmites esa inmensidad de vivires y sentires tan propios, tan íntimos, tan tuyos...
ResponderEliminarQué pluma más exquisita la vuestra...!!!
ResponderEliminarVargas Llosa es único.
ResponderEliminarPARIS! Belíssima,
ResponderEliminarNOTTE JUAN
ResponderEliminar+Notte, Juan
ResponderEliminarDe París al cielo...........
ResponderEliminarClassic pic
ResponderEliminarMaravilloso foto
Oh, sí, París es París, una ciudad mágica y armoniosa!
ResponderEliminarParís, París, París, ciudad de la la Luz y del amor. Gracias, Juan.
ResponderEliminarAhí rabia en el mundo entero Paris ya no es la ciudad de la luz. Yo cuando conocí Paris me desilusioné bastante . quiza esperaba más pero en España tenemos preciosas avenidas . comercios lujosos nos falta poder cenar paseando por el Sena que lo recuerdo precioso y romantico
ResponderEliminarQui paris vaut bien une messe!!!! bon dimanche merci !!!!
ResponderEliminarParís todo puede suceder en París. Maravilloso París !!!!!
ResponderEliminarA pesar de no conocer esta ciudad, me ha fascinado la visita guiada. Siempre he querido conocer los famosas librerías parisinas, los cafés y los románticos puentes. Un saludo.
ResponderEliminarA pesar de no conocer esta ciudad, me ha fascinado la visita guiada. Siempre he querido conocer los famosas librerías parisinas, los cafés y los románticos puentes. Un saludo.
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