Muchos de los
acontecimientos económicos y políticos sobrevenidos en los últimos tiempos son
buenos exponentes de la gran confusión que impera en ámbitos muy relevantes de
la realidad social internacional del fin de milenio. Esta circunstancia suele
atribuirse al tránsito hacia la plenitud del proceso globalizador de la
economía, aunque sus segmentos más desarrollados son también origen del
desconcierto citado y han extendido por doquier la percepción de que las
decisiones más trascendentes para los ciudadanos se adoptan en foros y con
procedimientos muy distintos a los de antaño. Todo lo cual viene obligando a
modificar profundamente los esquemas mentales y la acción de las instituciones
políticas y las organizaciones económicas. En este camino, sin retorno aparente,
hacia lo que ya se llama "capitalismo global", los Estados y los
Gobiernos están perdiendo su autonomía decisional (especialmente en el campo de
la macroeconomía), bien por trasferencia más o menos voluntaria de la misma a
órganos supranacionales o porque nuevos poderes financieros y políticos la han
usurpado, con ayuda de la revolución tecnológica y de los movimientos
uniformizadores del planeta que la era de la información y el conocimiento
hacen posibles.
La forma en que se está
desarrollando este proceso y las notorias consecuencias de todo tipo que se
están produciendo hacen de la desorientación una evidencia en el mundo
económico, en el que la realidad marcha muy por delante del entramado
institucional que debe enmarcarla y hacerla previsible. Así, el gigantesco ir y
venir permanente de capitales cambia con frecuencia su naturaleza por la de
tifón monetario y devasta la economía de amplias zonas del planeta, mientras
los países más poderosos de la tierra siguen intercambiando informes sobre una
"nueva arquitectura financiera mundial" que no acaba de superar la
fase de los discursos. En este río revuelto, los mercados financieros
internacionales, erigidos en administrador único, contribuyen a distribuir de
forma geográficamente desigual su poderosa influencia en el crecimiento
económico; y los cambios productivos, junto al proteccionismo comercial de las
grandes potencias, colaboran con ellos en la multiplicación de la brecha que
separa a los países ricos de los pobres, imponiendo el patrón socioeconómico
que predican los cantautores más conspicuos de la desigualdad imprescindible.
Todo ello acompañado de
empellones al Estado del bienestar, acusado de entorpecer, en los pequeños
oasis donde verdaderamente existe, el desfile triunfal de la flexibilidad total
de precios y costes (especialmente de la mano de obra) requerida por el modelo
de globalización puesto en marcha. Ahí están, para aumento de la confusión
general, las repercusiones de la implantación a pelo del capitalismo más feroz
en el universo ruso, un modelo interpretado por políticos impresentables y
mafias organizadas. Por no citar a la mayoría de sus antiguos satélites y
algunos significativos países latinoamericanos, que han hecho de la
liberalización económica un fin y no un instrumento, olvidando que la cohesión
social es, además de pilar de la justicia, un factor no despreciable de
competitividad.
Si las cosas son así,
si lo único claro en el imperio de la confusión es que a los poderosos les va
bien con las nuevas coordenadas, ¿para qué detenerse a justificar los desastres
ocasionado por el aterrizaje de la diosa Flexibilidad allá donde no hay rastro
alguno de bienestar y sólo quedan millones de pobres y recuerdos del Estado en
forma de pesadilla?; ¿por qué perder el tiempo en revisar la política de
cooperación con los 42 "países extremadamente pobres y altamente
endeudados" si sus 700 millones de habitantes son casi invisibles en esta
época dorada? ¡Con lo ocupados que están los del G-7 en dignificar el proceso
globalizador y en taponar con cuantiosos préstamos internacionales (de carácter
público, naturalmente) las grietas producidas en las naciones más distraídas en
la aplicación de la nueva ortodoxia!
La confusión es también
mayúscula en el terreno político: las guerras étnicas y religiosas; la eclosión
de hiperpatriotismos que anteponen la nación a los individuos y sus derechos;
la desaparición progresiva de los comportamientos éticos en aras de la
corrupción, el oportunismo y la mercadotecnia; la reinvención de la figura del
caudillito; el descubrimiento primermundista de que electoralmente sólo existe
la clase media, inspirador del sedicente y ridículo "radicalismo de
centro", y el progresivo distanciamiento de los políticos de la realidad
circundante, correspondido por la pasividad o el desprecio de unos electores
que los desencantos tornan cada vez más volátiles.
La derecha e izquierda
tradicionales se suponen tan en crisis que, para distinguirlas, se maneja la
idea de la distinta sensibilidad social a la hora de distribuir los resultados
económicos, del diferente grado de radicalidad en la aplicación inexorable del
neoliberalismo hegemónico. Permanecen, eso sí, algunos síntomas de que la
"díada derecha-izquierda", en expresión de Norberto Bobbio, sigue
interesando a la gente, pero parecen desplegarse en retirada.
Otra aportación a la
confusión reinante, más resultado que causa de la misma, es la últimamente
famosa tercera vía de Blair y Schröder. Hay quienes ven en este sendero
alternativo la modernización, la imprescindible adaptación de la
socialdemocracia a las nuevas exigencias de la economía en esta era del
capitalismo homogeneizador. Otros, sin embargo, interpretan que significa la
liquidación por cese de negocio del socialismo democrático en sus acepciones
más auténticas, lógica consecuencia de los desastres acumulados, así como el
reconocimiento del fracaso relativo del buque insignia de la socialdemocracia,
el Estado del bienestar.
En cualquier caso y aun
reconociendo que contiene algunas ideas interesantes, esta vía tercera tiene
tan poca sustancia y tan escasa parece su conexión con las inquietudes y el
sistema de valores de los ciudadanos que resulta temerario asimilarla al
"largo recorrido" de la jerga ferroviaria; sobre todo si, como parece
que sucede, los mentores citados no terminan de llevar a la práctica sus bien
publicitadas propuestas, cuando no se alejan de ellas.
La visible dificultad
que presenta la integración del modelo económico con el modelo político tiene
como consecuencia no sólo la pobreza de las recetas económicas, sino también el
debilitamiento de las convicciones políticas. Por ello, este que pretende ser
un camino intermedio (aunque Blair y su asesor Giddens lo niegan) se debate
entre quienes, como Milton Friedman, aseguran que no hay alternativa al primero
(el fundamentalismo de mercado) y los que aconsejan repensar pero no abandonar
el segundo (la socialdemocracia en sentido estricto). Con el inconveniente
añadido de que la equidistancia es siempre morada de la semisuma pero raramente
de la virtud.
En estas circunstancias
tan confusas, en las que el comercio electrónico es coetáneo de las pateras; en
una época en la que el voto se ajusta menos que nunca a patrones de
identificación con las clases sociales típicas, los partidos políticos están
abandonando progresivamente la orientación de las aspiraciones y conductas de
los ciudadanos. Su actitud se inclina más bien por descubrir las necesidades
más acuciantes de los mismos para intentar atenderlas en proporción directa a
la supuesta fuerza electoral de los demandantes y, en su caso, ocultar a los
electores los riesgos y servidumbres que su prometida satisfacción supondría.
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