Si yo fuera que no lo soy, el alcalde de Madrid, fundiendo el bronce del monumento de Largo Caballero, encargaría a un escultor un recuerdo monumental de Melchor Rodríguez, para instalarlo en el chaflán de La Castellana con Ríos Rosas
Las
presiones de los aliados que aún creían que la Segunda República era
democrática y legal, animaron al Gobierno republicano a detener el
genocidio social-comunista de Paracuellos. Un poco tarde, porque ya
habían sido asesinados más de seis mil inocentes en apenas un mes. El
exterminador principal que hoy se inmortaliza y homenajea en un
monumento del Paseo de la Castellana, junto a los Nuevos Ministerios, el
socialista más manchado de sangre inocente desde la fundación del PSOE,
el compañero Largo Caballero –señor alcalde de Madrid, ¿algo que
decir?–, decidió retirar de sus obligaciones criminales a Santiago
Carrillo y su subordinado Serrano Poncela, entusiastas cumplidores de
sus órdenes. Santiago Carrillo Solares, todavía socialista, era el
responsable de Orden Público de la Junta de Defensa, y eficaz firmante
de los oficios de «traslados de presos» de Madrid a Valencia. Los
camiones con los presos que, de las distintas checas y cárceles de
Madrid partían hacia Valencia, lo hacían por la carretera de Barcelona, y
se detenían en Paracuellos del Jarama. De los seis mil inocentes
asesinados, cincuenta de ellos eran menores de edad, y de esos cincuenta
una veintena de ellos no habían cumplido los 14 años. Hijos de
militares.
Carrillo
y Serrano Poncela fueron destinados con honor a otros cargos, y asumió
la responsabilidad el 4 de diciembre de 1936 como Delegado de Prisiones,
el sindicalista y anarquista Melchor Rodríguez García. Melchor
Rodríguez se enfrentó a Largo Caballero y detuvo la masacre. Largo
Caballero tenía un poder casi omnímodo pero temía la fuerza de los
anarquistas. Y Melchor Rodríguez García, el anarquista que pasaría a la
historia con el apodo de «el Ángel Rojo», suspendió los «traslados de
presos» a Valencia vía Paracuellos del Jarama, a pesar de las coacciones
y amenazas de Largo, Carrillo, Serrano Poncela y demás genocidas. Se
calcula que más de doce mil prisioneros salvaron la vida gracias a su
firmeza. «El Ángel Rojo» falleció en Madrid en 1972. «Por las ideas se
puede morir, pero no se puede matar». Si yo fuera el alcalde de Madrid,
fundiendo el bronce del monumento de Largo Caballero –y de paso, de
Indalecio Prieto, responsable del crimen de Calvo-Sotelo–, encargaría a
un escultor un recuerdo monumental de Melchor Rodríguez, para instalarlo
en el chaflán de La Castellana con Ríos Rosas. Pero no voy a obtener
respuesta a mi justo consejo. Es más, se considerará extemporáneo e
impertinente.
Todos
los españoles que tenemos enterrados a un familiar en el camposanto de
Paracuellos nos alegramos de esas 12.000 cruces que no hubo que sembrar
sobre asesinados gracias a Melchor Rodríguez. Doce mil cruces que sí
estarían alzadas de haber seguido en sus funciones Carrillo y Serrano
Poncela. En España hacemos glorias y memorias en recuerdo de
personajillos absolutamente innecesarios, y olvidamos a los auténticos
héroes. El anarquista Melchor Rodríguez, que se situaba ideológicamente
más a la izquierda aún que nuestro psicópata de bolsillo en la
actualidad, fue un héroe que rescató de la muerte a doce mil españoles
acusados de ser de derechas, creyentes, monárquicos, y adversarios de la
fallida y estremecedora Segunda República. Entre esos 12.000
afortunados, se salvaron también centenares de republicanos
arrepentidos. España le debe a un humilde anarquista la consideración de
héroe. En mi caso, y en nombre de mi abuelo, don Pedro Muñoz-Seca,
cuyos restos descansan en el camposanto de Paracuellos después de ser
asesinado por el grave delito de su vida ejemplar, ruego a las
autoridades de Madrid el público reconocimiento que merece «el Ángel
Rojo», don Melchor Rodríguez, el anarquista al que no le atemorizaba
morir por sus ideas al tiempo que rechazaba matar por ellas.
El bronce se funde y se transforma. Así de sencillo.
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