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El liberalismo es una
corriente de pensamiento (filosófico y económico) y de acción política que
propugna limitar al máximo el poder coactivo del Estado sobre los seres humanos
y la sociedad civil. Así, forman parte del ideario liberal la defensa de la
economía de mercado (también denominada “sistema capitalista” o de “libre
empresa”); la libertad de comercio (librecambismo) y, en general, la libre
circulación de personas, capitales y bienes; el mantenimiento de un sistema
monetario rígido que impida su manipulación inflacionaria por parte de los
gobernantes; el establecimiento de un Estado de Derecho, en el que todos los
seres humanos -incluyendo aquellos que en cada momento formen parte del
Gobierno- estén sometidos al mismo marco mínimo de leyes entendidas en su
sentido “material” (normas jurídicas, básicamente de derecho civil y penal,
abstractas y de general e igual aplicación a todos); la limitación del poder
del Gobierno al mínimo necesario para definir y defender adecuadamente el
derecho a la vida y a la propiedad privada, a la posesión pacíficamente
adquirida, y al cumplimiento de las promesas y contratos; la limitación y
control del gasto público, el principio del presupuesto equilibrado y el
mantenimiento de un nivel reducido de impuestos; el establecimiento de un
sistema estricto de separación de poderes políticos (legislativo, ejecutivo y
judicial) que evite cualquier atisbo de tiranía; el principio de
autodeterminación, en virtud del cual cualquier grupo social ha de poder elegir
libremente qué organización política desea formar o a qué Estado desea o no
adscribirse; la utilización de procedimientos democráticos para elegir a los
gobernantes, sin que la democracia se utilice, en ningún caso, como coartada
para justificar la violación del Estado de Derecho ni la coacción a las
minorías; y el establecimiento, en suma, de un orden mundial basado en la paz y
en el libre comercio voluntario, entre todas las naciones de la tierra. Estos
principios básicos constituyen los pilares de la civilización occidental y su
formación, articulación, desarrollo y perfeccionamiento son uno de los logros
más importantes en la historia del pensamiento del género humano. Aunque
tradicionalmente se ha afirmado que la doctrina liberal tiene su origen en el
pensamiento de la Escuela Escocesa del siglo XVIII, o en el ideario de la
Revolución Francesa, lo cierto es que tal origen puede remontarse incluso hasta
la tradición más clásica del pensamiento filosófico griego y de la ciencia
jurídica romana. Así, sabemos gracias a Tucídides (Guerra del Peloponeso), como
Pericles constataba que en Atenas “la libertad que disfrutamos en nuestro
gobierno se extiende también a la vida ordinaria, donde lejos de ejercer éste
una celosa vigilancia sobre todos y cada uno, no sentimos cólera porque nuestro
vecino haga lo que desee”; pudiéndose encontrar en la Oración Fúnebre de
Pericles una de las más bellas descripciones del principio liberal de la
igualdad de todos ante la ley.
Posteriormente en Roma se
descubre que el derecho es básicamente consuetudinario y que las instituciones
jurídicas (como las lingüísticas y económicas) surgen como resultado de un
largo proceso evolutivo e incorporan un enorme volumen de información y
conocimientos que supera, con mucho, la capacidad mental de cualquier
gobernante, por sabio y bueno que éste sea. Así, sabemos gracias a Cicerón (De
re publica, II, 1-2) como para Catón “el motivo por el que nuestro sistema
político fue superior a los de todos los demás países era éste: los sistemas
políticos de los demás países habían sido creados introduciendo leyes e
instituciones según el parecer personal de individuos particulares tales como
Minos en Creta y Licurgo en Esparta . . . En cambio, nuestra república romana
no se debe a la creación personal de un hombre, sino de muchos. No ha sido
fundada durante la vida de un individuo particular, sino a través de una serie
de siglos y generaciones. Porque no ha habido nunca en el mundo un hombre tan
inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar todos
los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste imposible tener
en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la experiencia que se
deriva de la práctica en el transcurso de un largo periodo de la historia”. El
núcleo de esta idea esencial, que habrá de constituir el corazón del argumento
de Ludwig von Mises sobre la imposibilidad teórica de la planificación
socialista, se conserva y refuerza en la Edad Media gracias al humanismo
cristiano y a la filosofía tomista del derecho natural, que se concibe como un
cuerpo ético previo y superior al poder de cada gobierno terrenal. Pedro Juan
de Olivi, San Bernardino de Siena y San Antonino de Florencia, entre otros,
teorizan sobre el papel protagonista que la capacidad empresarial y creativa
del ser humano tiene como impulsora de la economía de mercado y de la
civilización. Y el testigo de esta línea de pensamiento se recoge y perfecciona
por esos grandes teóricos que fueron nuestros escolásticos durante el Siglo de
Oro español, hasta el punto de que uno de los más grandes pensadores liberales
del siglo XX, el austriaco Friedrich A. Hayek, Premio Nobel de Economía en
1974, llegó a afirmar que “los principios teóricos de la economía de mercado y
los elementos básicos del liberalismo económico no fueron diseñados, como se
creía, por los calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas y
miembros de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español”. Así,
Diego de Covarrubias y Leyva, arzobispo de Segovia y ministro de Felipe II, ya
en 1554 expuso de forma impecable la teoría subjetiva del valor, sobre la que
gira toda economía de libre mercado, al afirmar que “el valor de una cosa no
depende de su naturaleza objetiva sino de la estimación subjetiva de los
hombres, incluso aunque tal estimación sea alocada”; y añade para ilustrar su
tesis que “en las Indias el trigo se valora más que en España porque allí los
hombres lo estiman más, y ello a pesar de que la naturaleza del trigo es la
misma en ambos lugares”. Otro notable escolástico, Luis Saravia de la Calle,
basándose en la concepción subjetivista de Covarrubias, descubre la verdadera
relación que existe entre precios y costes en el mercado, en el sentido de que
son los costes los que tienden a seguir a los precios y no al revés,
anticipándose así a refutar los errores de la teoría objetiva del valor de
Carlos Marx y de sus sucesores socialistas. Así, en su Instrucción de
mercaderes (Medina del Campo 1544) puede leerse: “Los que miden el justo precio
de la cosa según el trabajo, costas y peligros del que trata o hace la
mercadería yerran mucho; porque el justo precio nace de la abundancia o falta
de mercaderías, de mercaderes y dineros, y no de las costas, trabajos y
peligros”.
Otra notable aportación de
nuestros escolásticos es su introducción del concepto dinámico de competencia
(en latín concurrentium), entendida como el proceso empresarial de rivalidad
que mueve el mercado e impulsa el desarrollo de la sociedad. Esta idea les
llevó a su vez a concluir que los llamados “precios del modelo de equilibrio”,
que los teóricos socialistas pretenden utilizar para justificar el
intervencionismo y la planificación del mercado, nunca podrán llegar a ser
conocidos. Raymond de Roover (“Scholastics Economics”, 1955) atribuye a Luis de
Molina el concepto dinámico de competencia entendida como “el proceso de
rivalidad entre compradores que tiende a elevar el precio”, y que nada tiene
que ver con el modelo estático de “competencia perfecta” que hoy en día los
llamados “teóricos del socialismo de mercado” ingenuamente creen que se puede
simular en un régimen sin propiedad privada. Sin embargo, es Jerónimo Castillo
de Bovadilla el que mejor expone esta concepción dinámica de la libre
competencia entre empresarios en su libro Política para corregidores publicado
en Salamanca en 1585, y en el que indica que la más positiva esencia de la
competencia consiste en tratar de “emular” al competidor. Bovadilla enuncia,
además, la siguiente ley económica, base de la defensa del mercado por parte de
todo liberal: “los precios de los productos bajarán con la abundancia,
emulación y concurrencia de vendedores”. Y en cuanto a la imposibilidad de que
los gobernantes puedan llegar a conocer los precios de equilibrio y demás datos
que necesitan para intervenir en el mercado, destacan las aportaciones de los
cardenales jesuitas españoles Juan de Lugo y Juan de Salas. El primero, Juan de
Lugo, preguntándose cuál puede ser el precio de equilibrio, ya en 1643 concluye
que depende de tan gran cantidad de circunstancias específicas que sólo Dios
puede conocerlo (“pretium iustum mathematicum licet soli Deo notum”). Y Juan de
Salas, en 1617, refiriéndose a las posibilidades de que un gobernante pueda
llegar a conocer la información específica que se crea, descubre y maneja en la
sociedad civil afirma que “quas exacte comprehendere et pondedare Dei est non
hominum”, es decir, que sólo Dios, y no los hombres, puede llegar a comprender
y ponderar exactamente la información y el conocimiento que maneja un mercado
libre con todas sus circunstancias particulares de tiempo y lugar. Tanto Juan
de Lugo como Juan de Salas anticipan, pues, en más de tres siglos, las más
refinadas aportaciones científicas de los pensadores liberales más conspicuos
(Mises, Hayek). Por otro lado, tampoco debemos olvidar al gran fundador del
Derecho Internacional Francisco de Vitoria, a Francisco Suárez y a su escuela
de teóricos del derecho natural, que con tanta brillantez y coherencia
retomaron la idea tomista de la superioridad moral del derecho natural frente
al poder del estado, aplicándola con éxito a múltiples casos particulares que,
como el de la crítica moral a la esclavización de los indios en la recién
descubierta América, exigían una clara y rápida toma de posición intelectual.
Pero, sin duda alguna, el más liberal de nuestros escolásticos ha sido el gran
padre jesuita Juan de Mariana (1536-1624) que llevó hasta sus últimas
consecuencias lógicas la doctrina liberal de la superioridad del derecho
natural frente al poder del estado y que hoy han retomado filósofos liberales
tan importantes como Murray Rothbard y Robert Nozick. Especial importancia
tiene el desarrollo de la doctrina sobre la legitimidad del tiranicidio que
Mariana desarrolla en su libro De rege et regis institutione publicado en 1599.
Mariana califica de tiranos a figuras históricas como Alejandro Magno o Julio
Cesar, y argumenta que está justificado que cualquier ciudadano asesine al que
tiranice a la sociedad civil, considerando actos de tiranía, entre otros, el
establecer impuestos sin el consentimiento del pueblo, o impedir que se reúna
un parlamento libremente elegido. Otras muestras típicas del actuar de un
tirano son, para Mariana, la construcción de obras públicas faraónicas que,
como las pirámides de Egipto, siempre se financian esclavizando y explotando a
los súbditos, o la creación de policías secretas para impedir que los
ciudadanos se quejen y expresen libremente. Otra obra esencial de Mariana es la
publicada en 1609 con el título De monetae mutatione, posteriormente traducida
al castellano con el título de Tratado y discurso sobre la moneda de vellón que
al presente se labra en Castilla y de algunos desórdenes y abusos. En este
notable trabajo Mariana considera tirano a todo gobernante que devalúe el
contenido de metal de la moneda, imponiendo a los ciudadanos sin su
consentimiento el odioso impuesto inflacionario o la creación de privilegios y
monopolios fiscales. Mariana también critica el establecimiento de precios
máximos para “luchar contra la inflación”, y propone la reducción del gasto
público como principal medida de política económica para equilibrar el
presupuesto. Por último, en 1625, el padre Juan de Mariana publicó otro libro
titulado Discurso sobre las enfermedades de la Compañía en el que ahonda en la
idea liberal de que es imposible que el gobierno organice la sociedad civil en
base a mandatos coactivos, y ello por falta de información. Mariana,
refiriéndose al gobierno dice que “es gran desatino que el ciego quiera guiar
al que ve”, añadiendo que el gobernante “no conoce las personas, ni los hechos,
a lo menos, con todas las circunstancias que tienen, de que pende el acierto.
Forzoso es se caiga en yerros muchos, y graves, y por ellos se disguste la
gente, y menosprecie gobierno tan ciego”; concluyendo Mariana que “es loco el
poder y mando”, y que cuando “las leyes son muchas en demasía; y como no todas
se pueden guardar, ni aun saber, a todas se pierde el respeto”.
Toda esta tradición se
filtra por los ambientes intelectuales de todo el continente europeo influyendo
en notables pensadores liberales de Francia como Balesbat (1692), el marqués
D’Argenson (1751) y, sobre todo, Jacques Turgot, que desde mucho antes que Adam
Smith, y siguiendo a los escolásticos españoles ya había articulado
perfectamente el carácter disperso del conocimiento que incorporan las
instituciones sociales entendidas como órdenes espontáneos. Así, Turgot, en su
Elegía a Gournay (1759) escribe que “no es preciso probar que cada individuo es
el único que puede juzgar con conocimiento de causa el uso más ventajoso de sus
tierras y esfuerzo. Solamente él posee el conocimiento particular sin el cual
hasta el hombre más sabio se encontraría a ciegas. Aprende de sus intentos
repetidos, de sus éxitos y de sus pérdidas, y así va adquiriendo un especial sentido
para los negocios que es mucho más ingenioso que el conocimiento teórico que
puede adquirir un observador indiferente, porque está impulsado por la
necesidad”. Y siguiendo a Juan de Mariana, Turgot concluye que es
“completamente imposible dirigir mediante reglas rígidas y un control continuo
la multitud de transacciones que aunque sólo sea por su inmensidad no puede
llegar a ser plenamente conocida, y que además dependen de una multitud de
circunstancias siempre cambiantes, que no pueden controlarse, ni menos aún
preverse”.
Desafortunadamente, toda
esta tradición liberal del pensamiento hispano fue barrida en la teoría y en la
práctica, como indica Francisco Martínez Marina (Teoría de las Cortes o Grandes
Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla) por los Austrias y los
Borbones que han producido una “monstruosa reunión de todos los poderes en una
persona, el abandono y la abolición de las Cortes y siglos de esclavitud del
más horroroso despotismo”. Se termina de consolidar así en nuestro país un
marco político y social intolerante e intervencionista ajeno a las más genuinas
tradiciones representativas y liberales de los viejos reinos de España: la
antigua tolerancia y modus vivendi entre las tres religiones de judíos, moros y
cristianos de la época de Alfonso X El Sabio, es sustituida por la intolerancia
religiosa de los Reyes Católicos y sus sucesores, que Americo Castro (La
realidad histórica de España) y otros han interpretado como una desviación
mimética de la cultura y sociedad españolas que paradójicamente terminan
reflejando e incorporando en su esencia más íntima las características más
negativas de sus seculares “enemigos”: el integrismo religioso musulmán
justificador de la Guerra Santa contra el infiel, y la obsesión por la pureza de
la sangre, propia del pueblo judío. No se absorben, por contra, la proverbial
iniciativa y espíritu empresarial de los comerciantes y artesanos hebreos y
moriscos que hasta su expulsión constituyeron la médula económica del país. En
España se termina menospreciando, por considerarse impropia de cristianos
viejos, la función empresarial y prácticamente hasta hoy el éxito económico se
valora negativamente a nivel social y se critica con envidia destructiva, en
vez de ser considerado como una sana y necesaria muestra del avance de la
civilización, que es preciso emular y fomentar. Si a todo esto añadimos la
“Leyenda Negra” que impulsada por el mundo protestante y anglosajón tuvo como
objetivo desprestigiar todo lo español, se comprenderá la soledad y el vacío ideológico
con que se hallaron los ilustrados españoles del siglo XVIII, como Campomanes y
Jovellanos, y los padres de la patria reunidos en las Cortes de Cádiz que
habrían de redactar nuestra primera Constitución de 1812, y que fueron los
primeros en el mundo en calificarse a sí mismos con el término, introducido por
ellos, de “liberales”.
La situación en el resto del
mundo intelectual europeo no evolucionó mucho mejor que en España. El triunfo
de la Reforma protestante desprestigió el papel de la Iglesia Católica como
límite y contrapeso del poder secular de los gobiernos, que se vio así
reforzado. Además el pensamiento protestante y la imperfecta recepción en el
mundo anglosajón de la tradición liberal iusnaturalista a través de los
“escolásticos protestantes” Hugo Grocio y Pufendorf, explica la importante
involución que respecto del anterior pensamiento liberal supuso Adam Smith. En
efecto, como bien indica Murray N. Rothbard (Economic Thought before Adam
Smith, 1995), Adam Smith abandonó las contribuciones anteriores centradas en la
teoría subjetiva del valor, la función empresarial y el interés por explicar
los precios que se dan en el mercado real, sustituyéndolas todas ellas por la
teoría objetiva del valor trabajo, sobre la que luego Marx construirá, como
conclusión natural, toda la teoría socialista de la explotación. Además, Adam
Smith se centra en explicar con carácter preferente el “precio natural” de
equilibrio a largo plazo, modelo de equilibrio en el que la función empresarial
brilla por su ausencia y en el que se supone que toda la información necesaria
ya está disponible, por lo que será utilizado después por los teóricos
neoclásicos del equilibrio para criticar los supuestos “fallos del mercado” y
justificar el socialismo y la intervención del Estado sobre la economía y la
sociedad civil. Por otro lado, Adam Smith impregnó la Ciencia Económica de
calvinismo, por ejemplo al apoyar la prohibición de la usura y al distinguir
entre ocupaciones “productivas” e “improductivas”. Finalmente, Adam Smith
rompió con el Laissez-faire radical de sus antecesores iusnaturalistas del
continente (españoles, franceses e italianos) introduciendo en la historia del
pensamiento un “liberalismo” tibio tan plagado de excepciones y matizaciones,
que muchos “socialdemócratas” de hoy en día podrían incluso aceptar. La
influencia negativa del pensamiento de la Escuela Clásica anglosajona sobre el
liberalismo se acentúa con los sucesores de Adam Smith y, en especial, con
Jeremías Bentham, que inocula el bacilo del utilitarismo más estrecho en la
filosofía liberal, facilitando con ello el desarrollo de todo un análisis
pseudocientífico de costes y beneficios (que se creen conocidos), y el
surgimiento de toda una tradición de ingenieros sociales que pretenden moldear
la sociedad a su antojo utilizando el poder coactivo del Estado. En Inglaterra,
Stuart Mill culmina esta tendencia con su apostasía del Laissez-faire y sus
numerosas concesiones al socialismo, y en Francia, el triunfo del racionalismo
constructivista de origen cartesiano explica el dominio intervencionista de la
Ecole Polytechnique y del socialismo cientificista de Saint-Simon y Comte , que a duras penas
logran contener los liberales franceses de la tradición de Juan Bautista Say,
agrupados en torno a Frédéric Bastiat y Gustave de Molinari.
Esta intoxicación
intervencionista en el contenido doctrinal del liberalismo decimonónico fue
fatal en la evolución política del liberalismo contemporáneo: uno tras otro los
diferentes partidos políticos liberales caen víctimas del “pragmatismo”, y en
aras de mantener el poder a corto plazo consensúan políticas de compromiso que
traicionan sus principios esenciales confundiendo al electorado y facilitando
en última instancia el triunfo político del socialismo. Así, el partido liberal
inglés termina desapareciendo en Inglaterra engullido por el partido laborista,
y algo muy parecido sucede en el resto de Europa. La confusión a nivel político
y doctrinal es tan grande que en muchas ocasiones los intervencionistas más
conspicuos como John Maynard Keynes, terminan apropiándose del término
“liberalismo” que, al menos en Inglaterra, Estados Unidos y, en general, en el
mundo anglosajón pasa a utilizarse para denominar la socialdemocracia
intervencionista impulsora del Estado del Bienestar, viéndose obligados los
verdaderos liberales a buscarse otro término definitorio (“classical liberals”,
“conservative libertarians” o, simplemente, “libertarians”).
En este contexto de
confusión doctrinal y política no es de extrañar que en nuestro país nunca haya
cuajado una verdadera revolución liberal. Aunque en el siglo XIX se puede
distinguir una señera tradición del más genuino liberalismo, con representantes
tan conspicuos como Laureano Figuerola y Ballester, Alvaro Flórez Estrada, Luis
María Pastor, y otros, se desarrolla doctrinalmente muy influida por el tibio
liberalismo de la Escuela Anglosajona (la traducción española de José Alonso
Ortiz de La Riqueza de las Naciones ya se había publicado en Santander en
1794), o por el racionalismo jacobino de la Revolución Francesa. En el ámbito
político el liberalismo español se enfrenta primero a las poderosas fuerzas
absolutistas y después al pragmatismo disgregador de los “moderados”, todo ello
en un entorno continuo de guerra civil desgarradora. De manera que el triunfo
de la Gloriosa Revolución Liberal de 1868 es efímero y cuando se produce la
Restauración Canovista de 1875, triunfa el arancel proteccionista y se
traicionan principios liberales esenciales, por ejemplo en el ámbito de la
autodeterminación del pueblo cubano, con un coste tremendo para la nación en
términos de sufrimientos humanos. Y ya entrado el siglo XX la pérdida de
contenido doctrinal del Partido Liberal Democrático se hace cada vez más
patente y en cierta medida culmina con el “reformismo social” de José Canalejas
que impregna su política de medidas intervencionistas y socializadoras,
restablece el servicio militar obligatorio y sigue adelante con la inmoral y
nefasta política de gradual implicación militar de nuestro país en Marruecos.
En este contexto de vacío doctrinal no es de extrañar que los pocos españoles
que continúan aceptando calificarse de “liberales” crean que el liberalismo,
más que un cuerpo de principios dogmáticos a favor de la libertad, es un simple
“talante” caracterizado por la tolerancia y apertura ante todas las posiciones.
Así, para Gregorio Marañón (véase el “Prólogo” a sus Ensayos liberales) “ser
liberal es, precisamente estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse
con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin
justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que
justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por tanto, es mucho
más que una política”. Posición que en gran medida es compartida por otros
grandes liberales españoles de la primera mitad del siglo XX, como José Ortega
y Gasset o Salvador de Madariaga, y que en gran parte explica por qué el
protagonismo político, primero durante la Dictadura del General Primo de
Ribera, después durante la República y más tarde durante el Franquismo, nunca
estuviera en manos de verdaderos liberales, sino más bien en la esfera de ambos
extremos del intervencionismo (el socialismo obrero o el fascismo o socialismo
conservador o de derechas), o bajo el control de políticos racionalistas
jacobinos como Manuel Azaña.
A pesar de que el siglo XX
será tristemente recordado como el siglo del Estatismo y de los totalitarismos
de todo signo que más sufrimiento han causado al género humano, en sus últimos
veinticinco años se ha observado con gran pujanza un notable resurgir del
ideario liberal que debe achacarse a las siguientes razones. Primeramente, al
rearme teórico liberal protagonizado por un puñado de pensadores que, en su
mayoría, pertenecen o están influidos por la Escuela Austriaca que fue fundada
en Viena cuando Carl Menger retomó en 1871 la tradición liberal subjetivista de
los Escolásticos Españoles. Entre otros teóricos, destacan sobre todo Ludwig von
Mises y Friedrich A. Hayek que fueron los primeros en predecir el advenimiento
de la Gran Depresión de 1929 como resultado del intervencionismo monetario y
fiscal emprendido por los gobiernos durante los “felices” años veinte, en
descubrir el teorema de la imposibilidad científica del socialismo por falta de
información, y en explicar el fracaso de las prescripciones keynesianas que se
hizo evidente con el surgimiento de la grave recesión inflacionaria de los años
setenta. Estos teóricos han elaborado, por primera vez, un cuerpo completo y
perfeccionado de doctrina liberal en el que también han participado pensadores
de otras escuelas liberales menos comprometidas como la de Chicago (Knight,
Stigler, Friedman y Becker), el “ordo-liberalismo” de la “economía social de
mercado” alemana (Röpke, Eucken, Erhard), o la llamada “Escuela de la Elección
Pública” (Buchanan, Tullock y el resto de los teóricos de los “fallos del
gobierno”). En segundo lugar, cabe mencionar el triunfo de la llamada
revolución liberal-conservadora protagonizada por Ronald Reagan y Margaret
Thatcher en Estados Unidos e Inglaterra a lo largo de los años ochenta. Así de
1980 a 1988 Ronald Reagan llevó a cabo una importante reforma fiscal que redujo
el tipo marginal del impuesto sobre la renta al 28 por 100 y desmanteló, en
gran medida, la regulación administrativa de la economía, generando un
importante auge económico que creó en su país más de 12 millones de puestos de
trabajo. Y más cerca de nosotros, Margaret Thatcher impulsó el programa de
privatizaciones de empresas públicas más ambicioso que hasta hoy se ha conocido
en el mundo, redujo al 40 por ciento el tipo marginal del impuesto sobre la
renta, acabó con los abusos de los sindicatos e inició un programa de
regeneración moral que impulsó fuertemente la economía inglesa, lastrada
durante decenios por el intervencionismo de los laboristas y de los
conservadores más “pragmáticos” (como Edward Heath y otros). En tercer lugar,
quizás el hecho histórico más importante haya sido la caída del Muro de Berlín
y el desmoronamiento del socialismo en Rusia y en los países del Este de
Europa, que hoy se esfuerzan por construir sus economías de mercado en un
Estado de Derecho. Todos estos hechos han llevado al convencimiento de que el
liberalismo y la economía de libre mercado son el sistema político y económico
más eficiente, moral y compatible con la naturaleza del ser humano. Así, por
ejemplo, Juan Pablo II, preguntándose si el capitalismo es la vía para el
progreso económico y social ha contestado lo siguiente “Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema
económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, el
mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con
los medios de producción, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá
sería más apropiado hablar de ‘economía de empresa’, ‘economía de mercado’, o
simplemente ‘economía libre'”.
El pensamiento español no se ha mantenido ajeno a este resurgir mundial del liberalismo. Pensadores como Lucas Beltrán o Luis de Olariaga supieron mantener viva la llama liberal durante los largos años del autoritarismo franquista, llevándose a cabo un importante esfuerzo de estudio y popularización del ideario liberal por parte de los profesores, intelectuales y empresarios aglutinados en torno a la sociedad liberal Mont Pèlerin fundada por Hayek en 1947, y al proyecto de Unión Editorial que, a lo largo de los últimos 25 años, ha traducido, publicado y distribuido incansablemente en nuestro país las principales obras de contenido liberal escritas por pensadores extranjeros y nacionales. Entre éstos destacan los hermanos Joaquín y Luis Reig Albiol, Juan Marcos de la Fuente, Julio Pascual Vicente, Pedro Schwartz, Rafael Termes, Carlos Rodríguez Braun, Lorenzo Bernaldo de Quirós, Francisco Cabrillo, Joaquín Trigo, Juan Torras, Fernando Chueca Goitia y, como principal representante de la tradición liberal subjetivista en nuestro país, el prof. Jesús Huerta de Soto. La influencia de esta corriente doctrinal no ha dejado de sentirse en la vida política de nuestro país a partir del restablecimiento de la Monarquía constitucional, primero dentro de la extinta Unión del Centro Democrático a través de Antonio Fontán y del ya fallecido Joaquín Garrigues Walker; después vino el Partido Demócrata Liberal de Antonio Garrigues Walker, que integrado en el Partido Reformista de Miguel Roca no logró representación parlamentaria en las elecciones de 1986; posteriormente tuvieron representación parlamentaria la Unión Liberal de Pedro Schwartz y el Partido Liberal de Antonio Segurado, ambos integrados dentro, primero de Alianza Popular, y después en la Coalición Popular (1982-1987). Y tras los años de gobierno del PSOE, en los cuales, y a pesar de sus atentados al principio liberal de separación de poderes, también cupo distinguir una tímida corriente liberal de la mano de Miguel Boyer y Miguel Angel Fernández Ordóñez, tanto el Presidente del Gobierno del Partido Popular, José María Aznar, como alguno de sus ministros más significados (como Esperanza Aguirre y otros) no han dudado en calificarse como los herederos actuales del liberalismo y del centrismo político.
Dada la trágica trayectoria
del socialismo a lo largo de este siglo no es aventurado pensar que el
liberalismo se presenta como el ideario político y económico con más
posibilidades de triunfar en el futuro. Y aunque quedan algunos ámbitos en los
que la liberalización sigue planteando dudas y discrepancias -como, por
ejemplo, el de la privatización del dinero, el desmantelamiento de los
megagobiernos centrales a través de la descentralización autonómica y del
nacionalismo liberal, y la necesidad de defender el ideario liberal en base a
consideraciones predominantemente éticas más que de simple eficacia- el
liberalismo promete como la doctrina más fructífera y humanista. Si España es
capaz de asumir como propio este humanismo liberal y de llevarlo a la práctica
de forma coherente es seguro que experimentará en el futuro un notable resurgir
como sociedad dinámica y abierta, que sin duda podrá ser calificado como “Nuevo
Siglo de Oro español”.
El Populismo se comió al liberalismo.
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