La felicidad se refleja en el estado de ánimo de la
persona que se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o por
disfrutar de algo bueno. La acción creadora de
la cultura siempre se basa en una perfección inalcanzable que produce nuevos,
constantes e interminables sufrimientos. Choca, de esa manera, con la vida, que
busca la desbordante plenitud sin más explicaciones
Por qué en vez de ver
en la cultura algo que ayuda y enriquece al hombre, se la considera por el
poder, y también por amplias capas de la población, como algo ajeno y alejado
más y más de la verdadera meta de la existencia? ¿Es la felicidad un fin
esencial en la cultura? Contra las artes y las ciencias se levantó Rousseau por
enervar y reblandecer al hombre en lo moral, lo físico e intelectual. La
cultura en vez de satisfacer sus necesidades había abierto innumerables
enigmas. Kant, influido por Rousseau, dudó que la alta cultura intelectual
pudiera llegar a resolver todas las inquietudes de la existencia.
La cultura no puede dar
de inmediato la felicidad, pero puede ayudar de una manera decisiva a ser menos
infeliz. ¿A través de qué? A través de la libertad. El ser racional se hace
libre e independiente, adquiere criterios y los expresa, domina con la técnica
la naturaleza, pero no precisamente para tiranizarla sino para procurar el
dominio moral sobre sí mismo. La verdadera meta de nuestro saber no es el
conocimiento de la naturaleza, sino el autoconocimiento. La naturaleza era obra
de otro, el hombre solo podía llegar a comprender la estructura y el carácter
peculiar de sus propias obras, no la esencia de las cosas. Ernst Cassirer en
Las ciencias de la cultura se pregunta si es seguro que el hombre pueda
realizar en la cultura y gracias a ella su verdadera naturaleza “inteligible”;
que pueda llegar, por este camino, si no a la satisfacción de todos sus deseos,
sí al desarrollo de todas sus capacidades y dotes espirituales.
Cassirer tituló uno de
los capítulos del libro citado “La tragedia de la cultura”, que remite al libro
de George Simmel El concepto y la tragedia de la cultura. Tanto uno como el
otro dudan de que este asunto tenga solución, pues la filosofía —como tantas
otras humanidades— no puede hacer otra cosa que señalar el conflicto, pero sin
prometer su solución.
La verdadera razón de
esta “tragedia”, según Simmel, reside en que la cultura nos promete una
interiorización (una búsqueda natural de nosotros mismos) que se convierte en
una especie de autoenajenación “media” entre el alma y el mundo, un conflicto
permanente. Divorcio entre el proceso vital y creador del alma y sus contenidos
y productos.
La meta de nuestro
saber no es el conocimiento de la naturaleza, sino el autoconocimiento
La cultura no
representa un todo armónico, sino que se halla, por el contrario, repleta de
conflictos y dudas interiores. La cultura es permanentemente dialéctica y
cambiante, no tiene meta. Es consustancialmente insatisfactoria en sí misma y
muy compleja. La acción creadora de la cultura siempre se basa en una
perfección inalcanzable que produce nuevos, constantes e interminables
sufrimientos. La felicidad es una meta que se considera inalcanzable en su
realización, pero la cultura aporta muchos elementos para adivinarla. La vida y
la cultura chocan. La primera busca la desbordante plenitud sin más
explicaciones; mientras que la cultura busca las explicaciones de esa plenitud
que considera insatisfactoria mientras no encuentre las razones.
La vida sigue su curso,
incluso prescindiendo de lo que nosotros consideramos como imprescindible para
poder vivirla; la cultura también sigue su camino. Acepta a todos pero es
exigente, no da la felicidad (¿quién la da?) pero ayuda a buscarla. La cultura se
convierte en mediadora entre el yo (nunca el grupo) y la naturaleza; también
entre el yo y el tú que, muchas veces, somos nosotros mismos. El individuo,
creador o no, lucha permanentemente por no verse ahogado por la comunidad,
lucha por no perder su libertad e independencia. Esto lo da la cultura que,
según Croce, debe ser expresión del sentimiento y del estado individual de ánimo
que conforma una sociedad.
Pero si la fe de las
religiones y la cultura racional posponen, la primera, la felicidad para un más
allá desconocido; y la cultura no la ofrece tampoco como realización inmediata,
qué otra tercera vía puede existir para circular por ella en pos de esa utopía.
Quizá esa tercera vía sea la tecnología. Mediante el empleo de instrumentos
(dispositivos los denomina Agamben), el ser humano logra —o así lo cree—
hacerse dueño de las cosas. Estos instrumentos o dispositivos traen consigo una
bendición y, a la vez, una maldición. Muchas veces lo ayudan y otras muchas lo
vuelven en su contra. El instrumento o dispositivo que parecía destinado a
satisfacer sus necesidades también ha servido para crear innumerables
necesidades artificiales. Hoy, toda esta desorientación ha sido creada
conscientemente por los fabricantes del entretenimiento. De nuevo ¿dónde está la
felicidad? Resurge entonces la nostalgia rousseauniana de la vuelta a la
naturaleza.
El individuo lucha por
no verse ahogado por la comunidad y no perder su libertad e independencia
Agamben en ¿Qué es un
dispositivo? se refiere a la creación de dos nuevas clases sociales: los seres
vivos (el ser humano); y los dispositivos, una especie de redes que sirven para
capturar a los primeros y tiranizarlos. El filósofo italiano define a los
dispositivos como cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de
capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los
gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes,
entre ellos, los ordenadores y los teléfonos móviles. Dos clases sociales
nuevas y, entre ambas, una tercera, los sujetos. Es decir, lo que resulta o
queda del cuerpo a cuerpo entre los “vivientes” y los “dispositivos”.
Instrumentos los hubo en todas las épocas, desde el origen de los tiempos, pero
parecería que hoy no hay un solo instante en la vida que no esté organizado por
algún “dispositivo” o “instrumento”. ¿Luchar contra ellos, entregarse en sus
manos o manejarlos? El propio filósofo italiano habla de la “hominización” de
las tecnologías. El ser humano cree haber encontrado la felicidad en estos objetos
porque llenan constantemente el vacío de sus vidas sin exigirles nada.
Nuestro mundo
contemporáneo, el occidental y democrático, vive en ese proceso de nueva
subjetividad compartida o desubjetivación. Antes la política iba dirigida a
individuos e identidades reales, por ejemplo, las clases sociales o estamentos;
hoy el triunfo o la imposición de la economía solo se refiere a ella misma sin
ninguna otra consideración. Los dispositivos, los aparatos tecnológicos le
sirven para controlarnos permanentemente. Ni la fe, ni la cultura lograron dar
la felicidad en la tierra (no hay felicidad posible mientras siga existiendo la
muerte, a pesar de que la disimulemos con barrocas estrategias); mientras que
los dispositivos ocupan todo nuestro tiempo y nos impiden pensar, y el no
pensar —quizá— ya es una forma de felicidad. Ya lo dijo el Eclesiastés: “Donde
abunda sabiduría, abundan penas, y quien acumula ciencia, acumula dolor”. ¿Por
qué culpar a quienes lo quieren evitar? ¿Tendrá razón Hegel cuando creía que el
hombre solo sería libre rodeándose de un mundo enteramente creado por él? Que
se lo pregunten a Theodore, el personaje de Her, la película de Spike Jonze.
Comentarios
Publicar un comentario