A pesar de las
lecciones que da la historia, aún queda mucha gente que cree que el poder es
caprichoso e incondicionado, y que si alguien tiene «vontade política» -que era
el talismán infalible de Ceferino Díaz-, puede hacer lo que quiera. Como es
lógico, los que creen en la voluntad política como última ratio del ejercicio
del poder también creen que la voluntad puede ser buena o mala, y que por eso
hay políticos que trabajan solo para los bancos -como Rajoy- o solo para la
gente, como las Mareas. Porque unos son capitalistas y los otros angelitos.
Este pensamiento tan
simple es la clave existencial de los Tsipras, las Colaus y los Iglesias, a los
que muchos ciudadanos les creen que todo está mal porque gobiernan los malos,
pero que todo se arreglará cuando lleguen ellos y gobiernen «para la gente». Porque,
partiendo del principio de que el Estado genera dinero sin límites, y que la
consolidación fiscal es una ensoñación escolástica, están convencidos de que se
puede gastar a esgalla, y sin temor alguno, porque, aunque aparentan ser
laicos, creen a pies juntillas que Dios proveerá.
Pero el poder es lo
contrario de eso. Un juego de intereses tan legítimos como contradictorios que
el egoísmo de la gente mantiene al rojo vivo, y que tiene que funcionar, por
definición, sobre consensos muy escasos y una eficiencia siempre mejorable. Por
eso hay una historia que se repite cíclicamente: que todos los que llegan al
poder con pajaritos en la cabeza y una varita mágica en las manos, se dan de
bruces contra la realidad, y enseguida aprenden a explicarle a la gente eso que
Tsipras llamó «una elección forzada». «Ante un ultimátum para la salida
temporal de Grecia de la eurozona -dijo el sabio Alexis-, tomamos la
responsabilidad hacia el pueblo griego de seguir con vida, y continuar la
lucha, en lugar de elegir el suicidio».
Lo malo es que Tsipras
no le cantó milongas a los griegos porque estuviese equivocado, sino porque
quiso llegar al poder a través del populismo. Y lo peor es que los males de
Grecia ya no pueden regresar al punto anterior a Syriza merced a esa rectificación
descarada, porque el país ha perdido inútilmente miles de millones de euros y
gran parte de su crédito internacional. Y todo porque los griegos escucharon
los cantos de sirena sin imitar al gran Ulises, su compatriota, que, ante el
riesgo de encallar en los arrecifes, se tapó los oídos con cera y se encadenó
al mástil de la nave, para que no lo volviesen loco los cantos de seducción.
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