Ignacio
Picatoste,
Magistrado/presidente (AP) de la
Magistratura en Galicia, para Blog de Juan Pardo
El traspaso de la instrucción al fiscal no, precisamente, es la panacea o antídoto contra la corrupción. Últimamente ha surgido una justificada preocupación en el fenómeno de
la corrupción, y especialmente en los casos en los que esta reviste una mayor
gravedad y da lugar a actuaciones judiciales. Mayoritariamente se trata de fenómenos
generados en época de bonanza, que en su momento pasaron inadvertidos y que
ahora, para indignación de los ciudadanos que perciben su existencia, afloran
en la de escasez como en la sequía lo hacen los tejados de los pueblos
sumergidos por los pantanos.
Para el Derecho
Penal las figuras conocidas comúnmente como corrupción (prevaricación, cohecho
o malversación) necesitan unas condiciones especiales que, de no darse, impiden
la existencia de delito. Son los llamados delitos especiales, en los que solamente
pueden darse con la intervención de determinadas personas sometidas a unos
deberes concretos que, en estos casos, vienen de su condición de funcionarios
públicos. El artículo 24.2 del Código Penal define esta figura por el ejercicio
de la función pública y no por su forma u origen, lo que extiende el concepto a
todo aquel que legítimamente, por elección, oposición o contrato, realiza en el
marco de una organización pública una actividad de carácter social o interés
general en cualquier tarea. Por eso cuando popularmente se habla de corrupción
se hace de algo tan extenso en contenidos y posibles implicados. Estas figuras
protegen el recto y normal funcionamiento de la Administración, con sujeción a
un sistema de valores proclamado en la Constitución para la actividad
administrativa, que son los de servir con objetividad a los intereses generales
con pleno sometimiento al principio de legalidad. El Código Penal sanciona en
la prevaricación las conductas claramente arbitrarias o injustas, las conocidas
popularmente como alcaldadas; en el cohecho las actuaciones de funcionarios,
justas o injustas, realizadas para obtener provecho; y en la malversación del
uso de dinero o bienes públicos para beneficio propio o para actividades
privadas. Puede el lector valorar cuántos casos de este tipo conoce
directamente o por los medios de comunicación y compararlos con la inmensa
mayoría de empleados públicos de todas clases con los que trata cada día y que
cumplen con escrupulosa profesionalidad sus labores. Con independencia del
malestar que generan, las conductas delictivas son minoritarias, aunque
ciertamente graves y en muchas ocasiones extraordinariamente amplias por la
suma de hechos que las componen, del número de implicados y de su importancia
económica.
En este escenario
de sospechas y dudas hay que reivindicar dos figuras claves. Una es la de los
jueces de instrucción, que con una carencia estructural de medios, con unos
procedimientos anticuados y frecuentemente bajo presiones contrapuestas,
cumplen la tarea que les impone la ley de investigar para preparar un juicio
con todas las garantías en el que se pueda declarar la culpabilidad o inocencia
de los acusados y no solamente la de asegurar una condena que, pese a todo, se
produce en una abrumadora mayoría de los casos enjuiciados. La segunda es la
presunción de inocencia, clave de cualquier sistema democrático y derecho
constitucional que supone la base de cualquier enjuiciamiento imparcial, sobre
la que no pueden establecerse graduaciones o reservas de conveniencia según la
condición del acusado o del tipo de delito que se juzga, sustituyendo la
justicia por una especie de venganza social ajena a cualquier principio de
justicia, y que simplemente supone que nadie puede ser condenado sin un juicio
justo en el que se pruebe su culpabilidad.
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