La frase más repetida a lo
largo de la comparecencia testifical de Mariano Rajoy en el juicio abierto
contra el referendo de independencia de Cataluña, convocado por la Generalitat
y suspendido por el Tribunal Constitucional, que finalmente se celebró de manera
ilegal el 1 de octubre de 2017, fue: «Estamos perdiendo el tiempo», que en
todos los casos fue pronunciada -él sabrá por qué- por el presidente del
tribunal. El segundo estribillo más reiterado, también por el señor Marchena,
fue: «¿Cree usted que la opinión del testigo tiene alguna relevancia para la
determinación de los hechos que constituyan la carga probatoria del caso que
estamos juzgando?». Y la tercera jaculatoria, también del presidente fue: «No
examine al testigo sobre sus conocimientos jurídicos, porque si lo hace tendré
que interrumpirlo de nuevo». Y de ello concluyo que, además de perder el
tiempo, también estamos malgastando el dinero de los contribuyentes.
La causa de este desatino
viene de la insólita y extraordinaria liberalidad con la que han actuado los
jueces del Tribunal Supremo durante la declaración de los encausados, a los que
se les permitieron mítines, opiniones, diatribas y consignas que en cualquier
otro juicio no se habrían tolerado. Un error que ahora hay que enmendar, y cuya
dificultad ya intuí en la primera comparecencia, la de Oriol Junqueras, cuando
el presidente -cito de memoria- empezó diciendo: «No voy a preguntarle su
nombre, ni a qué se dedica, porque es de todos conocido». Ayer, en cambio, no
conoció a Rajoy, por lo que tuvo que preguntarle quién era y a qué dedica «su
tiempo libre». Un gazapo sin importancia, que delata a quien empieza este
juicio con el complejo de estar juzgando un embolado con pocas salidas, y todas
malas.
De la tarde de ayer me quedó
la desagradable sensación de que, mientras los abogados defensores seguían
jugando a audaces abogados de película, que ya saben que Gary Cooper o Liz
Taylor nunca salen condenados, Mariano Rajoy estaba siendo cazado por dos vías
-la de haber aplicado el artículo 155 contra la democracia, la desobediencia
cívica y la libertad del pueblo; y la de no haber denunciado, de la misma
manera, y con la exigible equidad, la consulta popular no referendària sobre el
futur polític de Catalunya, vulgarmente 9-N, que convocó Artur Mas en el 2014.
Lo que yo veo es que los
acusados y defensores del procés han tenido demasiadas facilidades para
politizar el juicio y relativizar la ley. Y, aunque tengo la esperanza -más que
la seguridad- de que esta deriva pueda corregirse, no consigo evitar la
sensación de que los procesados llevan la iniciativa, que el Estado actúa
acomplejado ante un movimiento que se les fue de las manos, y que la desmesura
de la acusación y las previsibles peticiones de penas le pueden jugar una mala
pasada a todos los que, con Rajoy a la cabeza, han intentado defender el orden,
la legalidad y el sentido del Estado, de quienes quisieron derribarlo por la
algarada, la deslealtad y el desorden.
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