La distancia mental entre
Cataluña y el resto de España mental es tan grande que a veces da la impresión
de que la desconexión ya se ha producido (Carlos Casajuana, La Vanguardia).
Cuando realmente no es así. No
es exactamente así. Los datos disponibles indican más bien que hay, ahora, dos
Cataluñas. Una englobaría, según los momentos, entre el tercio y menos de la
mitad de la población y, ciertamente, intenta desconectarse del resto de
España. La otra, todavía mayoritaria (pero silente, desmovilizada y sin apoyo
institucional alguno) se siente plenamente catalana pero ni está desconectada
del resto de España ni pretende estarlo. Lo que opinan del procés soberanista
los catalanes que no lo apoyan coincide milimétricamente con lo que del mismo
piensan los no catalanes. Sintonía total, pues. Decir, así, que Cataluña se
desconecta supone incurrir en una abusiva sinécdoque, atribuyendo al todo lo
que, en propiedad, solo cabe predicar de una parte.
Lo real es que hay dos
Cataluñas actuales comparten el mismo berrido: ambas piensan que el Gobierno de
Mariano Rajoy no ha sabido gestionar de manera adecuada el tema catalán. Lo
dice hasta la mayoría de los votantes del PP, en Cataluña y fuera de ella.
Ahora, cuando el choque de trenes parece inminente, son claramente más quienes,
a uno y otro lado del Ebro, proponen —quizá a la desesperada— pasar página:
aparcar el desentendimiento y la tortuosa e incierta vía emprendida y optar por
algo ya probado, y además con éxito: una negociación "a la vasca".
En este tema, en cuestión,
nada e fácil. Requeriría, de ambas partes, una nueva actitud de respeto y
pragmatismo y el reconocimiento de hasta dónde permite llegar la inescapable
realidad circundante. Ni Cataluña está al borde de una masiva sublevación
independentista, ni el independentismo parece a punto de desmigajarse hasta
hacerse irrelevante. Hay, sí, una sociedad a punto de desgarrarse y que urge
volver a coser. El que la mitad de la ciudadanía diga sentirse tan catalana
como española, y sean una minoría quienes se abanderan exclusiva y
excluyentemente en torno a una sola de esas dos identidades, proporciona una
sólida base para intentarlo.
Hay que buscar, mediante
concesiones y frustraciones mutuas (y, en lo posible, razonablemente
llevaderas), acuerdos que, aunque forzosamente transitorios, permitan
reiniciar, de forma más serena y compartida, el diseño de un futuro colectivo
armónicamente plural e incluyente.
Todo está manipulado. Los
datos disponibles indican más bien que hay, ahora, dos Cataluñas. Una
englobaría, según los momentos, entre el tercio y menos de la mitad de la
población y, ciertamente, intenta desconectarse del resto de España. La otra,
todavía mayoritaria (pero silente, desmovilizada y sin apoyo institucional
alguno) se siente plenamente catalana pero ni está desconectada del resto de
España ni pretende estarlo. Lo que opinan del procés soberanista los catalanes
que no lo apoyan coincide milimétricamente con lo que del mismo piensan los no
catalanes. Sintonía total, pues. Decir, así, que Cataluña se desconecta supone
incurrir en una abusiva sinécdoque, atribuyendo al todo lo que, en propiedad,
solo cabe predicar de una parte.
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