Dijo el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón que “Gobernar, casi siempre, es repartir dolor”, parece haber mudado de talante desde que cambió los faraónicos salones de Cibeles por las oscuras dependencias del decimonónico palacio de Sonora, sede del Ministerio de Justicia, oscuro y destartalado caserón neoescurialense, encajonado en una estrecha encrucijada de lo que un día se llamara Calle Ancha de San Bernardo. Enfrentado a jueces, abogados, fiscales y usuarios de la Justicia, Ruiz Gallardón reparte dolor y denuestos entre sus administrados. “Enemigo público número uno de la Administración de Justicia” le llamó el juez decano de Cáceres sumándose a la oleada de descalificaciones de los suyos. El ministro ha conseguido el milagro de poner de acuerdo en el desacuerdo a todas las asociaciones profesionales de la Magistratura, consuetudinariamente enfrentadas y, en un acto de soberbia, que es su pecado capital, y de supremo desdén, ha negado incluso las justas motivaciones de los colectivos justicieros para sus protestas. No protestan por las tasas, ni por los despidos de interinos, ni por la privatización, solo se quejan porque les hemos quitado la paga, ha dicho, corporativismo puro, duro maduro.
Noviciado este conocido barrio madrileñpo, en el que se encuentra la sede ministerial, anduvo la Inquisición. La cercana calle de la Cruz Verde da fe de los “autillos” que allí se resolvían quedando el quemadero de los réprobos algo más arriba, en la glorieta de San Bernardo. ¿Ha sido Alberto Ruiz Gallardón abducido por los fantasmas del Santo Oficio?, ¿Qué ha quedado de aquél “progre” del PP que suscitaba las iras de la caverna del partido? ¿Existió alguna vez ese contradictorio personaje o solo fue un disfraz de circunstancias? Sin máscara y enfrentado a los retos de su nuevo ministerio Gallardón volvió por donde solía. Su toma de postura ante la ley del Aborto sonó como el pistoletazo de salida de una nueva etapa del viejo Alberto. Recuerdo aún como se reían los que se jactaban de conocerle cuando, en los debates y en los editoriales, en las tertulias y en los mentideros, se hablaba del Gallardón progresista, del tapado de la izquierda encastrado en la derecha. Durante su alcaldato se diluía la carga ideológica, las obras públicas, los grandes proyectos y las operaciones de imagen quitaban plomo a sus ideas cavernícolas. Mientras unos hablaban de su adscripción al Opus Dei y de sus simpatías “legionarias” y cristianas, otros le situaban como taimado maestro de la masonería dispuesto a dinamitar desde dentro el proyecto de la derecha.
Muy lindpo fue el espejismo, entre despilfarro y deuda, el alcalde Gallardón protegió la cultura y las artes, sumidas en el chabacano casticismo y la espesa caspa de su predecesor Alvarez del Manzano. Sin romperse, sin mancharse y sin pronunciarse cultivó el alcalde su imagen más culta y moderada para los escaparates y se construyó una pirámide en Cibeles a la medida de su ego insuperable. Hubo quien vio en su ascenso al gabinete ministerial un castigo, una patada hacia arriba, una sutil venganza destinada a desprestigiarle y desgastarle en una labor titánica e imposible, una manera de hacerle justicia, de ajusticiarle. Frente a una Magistratura. mayoritariamente conservadora y con querencias opusdeistas, Gallardón podía ofrecer una imagen de consenso y entendimiento. Otro espejismo. Enclaustrado en su camaranchón de San Bernardo, Gallardón furioso reparte dolor, saja y mutila, recorta y desafía. ¿Pueden los jueces hacer huelga? Volvamos a la paradoja, sobre tan delicada cuestión existe un “vacío legal”. ¿Quién legisla a los que nos legislan? ¿Entran los jueces en la ilegalidad cuando se manifiestan y paran?
Posiblemente, Gallardón sueñe entre sus pesadillas con sus salones de Cibeles, con su mayordomo que ahora sirve café, se supone que descafeinado con la que está cayendo, a la alcaldesa, con su despacho con vistas, mas grande y más lujoso que el despacho oval de Washington, como corroboraba recientemente una revista alemana. En el Palacio de Cibeles puede visitarse estos días un magnífico Belén napolitano del siglo XVIII. Mientras, Gallardón se consume en el Palacio de Herodes dispuesto a celebrar su fiesta tradicional: La Degollación de los Santos Inocentes que tanta risa suscita a extraños. Pero ¿qué risa?
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