A pesar de que sus primas se reúnen todos los martes en Milford, nadie les hace caso. Pero él, por si las moscas, mantiene en su poder la linterna de Biarritz
Durante
el día, la pista 5 del Real Club de Tenis de San Sebastián era una
pista de tierra batida normal y corriente. En ella destacó el juego
impetuoso, virtuoso y viril de aquella gran promesa del tenis español
que no terminó de consagrar su juego. Muchas fueron las razones para
quebrar la carrera deportiva de aquel superdotado tenista, que se retiró
del deporte al cumplir los 20 años. Me refiero a mí, sin modestia
alguna.
Como
amante de lo antiguo, el joven tenista prometedor mejoraba la elegancia
de las pistas con sus pantalones largos. Blancos y largos. Y su
instrumento tenístico era una raqueta Dunlop, una «Maxply», como todas
las de aquellos tiempos, de madera y con un arco de impacto, con una
superficie de cordaje de medidas muy reducidas. Golpear bien a la bola
era mucho más difícil que ahora.
Éramos
diez hermanos, y de ellos, ocho varones. Uno de ellos me sustrajo el
cinturón que sostenía mis preciosos pantalones blancos. No obstante, con
los botones bien abrochados, los pantalones se sostenían sin
dificultad. Jugaba en la pista 5 contra el aceptable tenista navarro
Santiago Pineda Goizueta, que en un momento dado, aprovechando mi
cercanía a la red, me respondió con un «lop» –un globo– muy bien
ejecutado. Al intentar contrarrestar su globo con un mate –smash–, un
par de botones se desabrocharon súbitamente, y mis pantalones cayeron
sobre mis zapatillas. El público, malvado, celebró con una gran
carcajada la visión del joven tenista con los muslos y canillas al aire y
los pantalones por los suelos. Y a pesar de la oposición federativa y
de los responsables del deporte español, me retiré del tenis. Retirada
que no garantizaba mi despedida de la pista 5. Porque esa pista, cuando
se celebraban las fiestas nocturnas en el Tenis de San Sebastián, se
convertía en Sodoma y Gomorra, más bien Gomorra, que suena más a
vascuence, y además, porque los afiliados a Sodoma no se atrevían
todavía a salir del armario.
Una
noche, el artista invitado –que cobraba un pastón– fue Johnny Halliday,
un presuntuoso cantante francés que no contaba con mi simpatía por
haberse casado sin mi permiso con mi gran amor de aquellos tiempos, la
también cantante francesa Sylvie Vartan. Pero acudí al festejo. Y claro
está, terminé en la pista 5, en un recogido banco, con mi acompañante,
Coro Lagartizurri Zuloaga-Aundi, una belleza local. Ignoraba, mientras
le prometía falso matrimonio y amor eterno, que su primo Javier
Zuloaga-Aundi, primo de la interfecta, además de mi mejor amigo, era el
encargado de velar por la honra de todas las mujeres de su familia.
Llevaba a las fiestas del tenis una linterna poderosísima que había
adquirido en los almacenes «Aux Dames de France» de Biarritz. Y nos
enchufó con la linterna. A pesar de nuestra profunda amistad, me retó a
duelo y recogí el guante. El escenario, la playa de Ondarreta, en la
zona del malecón de Igueldo. Buscamos a nuestros padrinos y nos
dirigimos, de riguroso smoking, al lugar del duelo. Según él,
había mancillado el honor de su prima, y hay que reconocer que tenía más
razón que un santo. El duelo era a tortazos con la mano abierta hasta
que uno de los contendientes alzara la mano en signo de rendición. Un
duelo ridículo porque nos dio la risa, lo cual alertó al vigilante
nocturno de la playa que nos amenazó con llevarnos a la comisaría del
barrio del Antiguo. Huimos rumbo al Tenis y allí, ante Benita, la
encargada del guardarropa, y de Javier de Satrústegui Petit de
Meurville, presidente del club, nos abrazamos en prueba de eterna
reconciliación.
En
vista de ello, pedí una copa y me retiré a la pista 5 con la
encantadora Soledad Manso, que resultó ser también prima de Javier
Zuloaga, y de nuevo nos enchufó con la linterna y nos retamos a duelo.
Fuimos
expulsados de nuestro club por alborotadores, y Zuloaga-Aundi me
persiguió por los jardines de Ondarreta blandiendo una rama de tamarindo
de estimable grosor. Un primo pesadísimo y con una familia
excesivamente ramificada.
Ya
nada queda de aquel San Sebastián. Ni las olas rompen como antaño, ni
mis pantalones blancos me han sido devueltos, ni existe la piscina de
mis vuelos acrobáticos con el traje de baño color mandarina, ni las
primas de Zuloaga-Aundi están para solazar a los tenistas de 20 años que
se retiran por causas mayores. Eso sí, y a pesar de que sus primas se
reúnen todos los martes en Milford, nadie les hace caso. Pero él, por si
las moscas, mantiene en su poder la linterna de Biarritz.
Nostalgias de Gomorra, que suena a vascuence.
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