El mismo día en que el presidente de España se ha retratado al lado de Puigdemont, en el Parlamento europeo, su partido ha entregado Pamplona a Bildu
Todos
los presidentes tienen una vis asesina. Que nadie me malinterprete, no
creo que hayan matado físicamente a nadie. Pero ascender en la jerarquía
de un partido, mantenerse en la cúspide, llegar al Gobierno, implica
saltar, honestamente o sin miramientos, con fines nobles o espúreos,
sobre los anhelos y ambiciones de muchos otros. Dicen los que conocen
ese entorno que, en la política, no se hacen amigos, sólo hay compañeros
de partido. Y los más veteranos, esos que tienen ya el colmillo
retorcido, recuerdan que el adversario está enfrente y es el enemigo el
que habita en el sillón de al lado. Sobrevivir en ese entorno debe
endurecer la piel y el alma. Hasta que llega el día en que te vas o te
echan. Y ese día los vivos y los muertos se cobran la factura: la
soledad es probablemente el precio más duro que debe pagar un mandatario
público. El teléfono deja de sonar.
Todos
los presidentes han dejado caer a hombres brillantes a lo largo de su
trayectoria pública. José María Aznar prescindió de Rodrigo Rato. Se
sintió traicionado. Felipe González perdió a Alfonso Guerra, el que
había sido su más fiel escudero. A Suárez, que no ganaba para trampas,
acabó echándole el Rey. Y Mariano Rajoy ni siquiera se atrevió a ocupar
su escaño, cedido al bolso Soraya Sáenz de Santamaría, durante el debate
de moción de censura. Zapatero se fue después de traicionarse a sí
mismo, haciendo una enmienda de totalidad a su discurso buenista bajando
salarios públicos y congelando las pensiones. Llegará también el día de
Pedro Sánchez. Como sus predecesores, sentirá que los ciudadanos, los
compañeros y los caídos le echan en cara todo lo que ha hecho, lo que ha
dejado de hacer y lo que él creía que le habían perdonado o incluso
agradecido.
Pedro
Sánchez mató lo que quedaba de democracia interna y socialdemocracia en
el Partido Socialista tras el paso de Zapatero al echarse en brazos de
Pablo Iglesias. Ha acabado con cualquier aspiración de al menos la mitad
de la sociedad catalana y gran parte de los españoles de sentirse
amparados por la ley y protegidos por la Constitución al pactar una
amnistía con Puigdemont y Junqueras. Y está a punto de ahogar la lucha
de generaciones enteras por la dignidad y la Justicia cediendo ante el
proyecto de ETA. Ya lo ha advertido Arnaldo Otegi. Hace unos días, en
Pamplona, anunciaba, en estos términos, lo que se nos viene encima: «Si
se quiere hacer camino para Euskal Herría, si se quiere desarrollar el
proceso soberanista, el camino pasa irremediablemente por Navarra. Aquí
estamos nosotros, en Iruñea, la capital histórica, representando un
proyecto que abarca a toda Euskal Herría. Se abrirá el debate de los
estatus políticos, se abrirá el debate de la plurinacionalidad. Las
cosas cambiarán mucho en los tiempos que vienen». Han comenzado a
cambiar.
El
mismo día en que el presidente de España se ha retratado al lado de
Puigdemont, en el Parlamento europeo, su partido ha entregado Pamplona a
Bildu. Y después –ya nos lo ha dicho Rufián– vendrán los referendum y
los juicios políticos de las sentencias judiciales. La Constitución en
almoneda a cambio de una legislatura más en la Moncloa. Pedro Sánchez ha
superado con creces a sus predecesores. A su lado, fueron aprendices.
No sólo ha prescindido de colaboradores, no sólo ha aparcado a los que
pudieron considerarse amigos, ha vendido un proyecto nacional, el que ha
permitido a millones de personas vivir en paz durante más de cuatro
décadas. El día que llegue su hora, se lo recordarán. Y ni Otegi, ni
Puigdemont, ni Junqueras vendrán a recoger sus restos.
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