Desde hoy, cualquier colaborador de la traición a España que sea reconocido en un establecimiento público, sabe que puede ser objeto de voceos, malas palabras, escupitajos, recriminaciones y voces de desacuerdo.
En un restaurante de Almería los abucheos de los clientes espantaron al capo socialista del lugar. Hasta Lucía Méndez, en El Mundo,
dedica su artículo dominical a la preocupación de los socialistas por
perder el respeto de la calle. En La Sexta le dedicaron más tiempo y más
sentidas lágrimas al empujón que sufrió un socialista en Sanlúcar de
Barrameda mientras le llamaban «traidor» que al crimen fallido de Alejo
Vidal-Quadras, del que se ocupará la Audiencia Nacional de acuerdo a las
investigaciones policiales que no dudan en calificarlo como un delito
inmerso en el terrorismo. Para informar en una tranquila, paseada y
pacífica calle de Madrid en la que se reunió una nutrida manifestación
de «ultraderechistas», la reportera de La Sexta grabó su intervención
con un casco en la cabeza. Ahí está el problema. Vayan donde vayan, los
socialistas reconocibles, los diputados que van a votar a favor de la
ley de amnistía de los delincuentes catalanes y vascos, los que van a
reconocer la nacionalidad exclusiva de Cataluña y las provincias
vascongadas –con Chivite en Navarra dispuesta a entregar el Viejo Reino a
la colonización vecina–, pueden experimentar en los establecimientos
públicos la desagradable sensación de ser rechazados por quienes los
reconozcan.
Un
dato a reseñar. En las multitudinarias manifestaciones de protesta
contra la amnistía y la desmembración de España de la «ultraderecha» con
peligrosísimos «ultraderechistas» de todas las edades, niños incluidos,
no se registraron destrozos en el mobiliario urbano, ni se incendiaron
contenedores, ni se rompieron escaparates, ni se produjeron acciones
contra la propiedad en establecimientos comerciales, ni fueron pateados
los agentes del orden, ni se lanzaron contra ellos objetos contundentes,
como es habitual en las pacíficas manifestaciones callejeras de los
«democráticos podemitas». Pero las órdenes de Marlasca y sus sicarios a
los agentes del orden de todos los españoles no tenían dobles
interpretaciones. Había que actuar con fuerza desmedida para desalojar
de la calle de Ferraz a quienes sólo gritaban y proclamaban su
indignación por saberse, en el futuro inmediato, gobernados por
golpistas, terroristas y enemigos de España. Y están preocupados los
socialistas por desaires menores. Un abucheo en un restaurante no es
motivo para huir con el rabo entre las piernas. Se soporta el abucheo,
se consulta con la carta o el menú del día, se elige el vino, y se come.
Pero abandonar un restaurante por evitar el desagradable sonido de las
imprecaciones populares, es cobardía equivalente a dar un golpe de
Estado y huir en el maletero de un coche con los calzoncillos manchados
como un cuadro de Tapies, ese gran farsante del arte que tanto emociona a
la burguesía barcelonesa.
A
partir de ahora, cualquier colaborador en la traición a España que sea
reconocido en un establecimiento público, sabe que puede ser objeto de
murmuraciones, cuchicheos, gestos de desagrado y abucheos clamorosos.
Poca pena, escaso castigo por su mansa aceptación –el pesebre asegurado–
y apoyo a la destrucción de la nación, del Estado más antiguo de
Europa, que ya funcionaba como Estado tres siglos antes de que nacieran
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes de la reunificación
de España, Señores de Vizcaya y Condes de Barcelona, y sí, aunque
moleste, los que devolvieron a sus tierras de origen a los descendientes
de quienes vencieron en el año 711 a los ejércitos del bondadoso Rey
visigodo Don Rodrigo, que no los recibió con una pancarta con el mensaje
«Welcome Refugees» porque no sabía inglés.
Los
abucheos no matan y, de herir, sólo causan rasguños en el orgullo y el
amor propio. No es agradable, pero tendrán que acostumbrarse. Más daño
hace una bala que perfore de lado a lado el rostro de un político
honesto y valiente. Si yo fuera el propietario de un restaurante de
éxito, dividiría el espacio para los clientes en dos sectores. El más
grande con un cartel en el que se leyera: «Para comensales decentes y
normales». Y el más reducido, inmediato a los cuartos de baño, con otra
advertencia colgada de un clavo en la pared: «Para partidarios de la
Amnistía y la destrucción de España». Y ahí, sin temor a los abucheos,
podría comer tranquilamente el señor Fernández Vara.
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