Los
últimos años de la historia trágica de España han estado dominados por
lo que hemos llamado Gobierno Frankenstein: la pintoresca coalición del
PSOE con los epígonos del comunismo del siglo XX, aderezados por otras
lindezas ideológicas. En efecto, a esa suma amorfa de interés y posturas
contrapuestas, unidas por la pasión por el poder y el gusto por la
poltrona, le pusimos el nombre de la criatura creada por Mary Shelly a
comienzos del XIX. La analogía tenía sentido. Sin embargo, si
profundizamos un poco, tiene también sus límites. No en vano, el
monstruo surgido del laboratorio del Doctor Frankenstein era el
resultado del esfuerzo del científico ginebrino de crear un hombre nuevo
y admirable: un moderno Prometeo. Un triunfo moral resultado de la suma
de pedazos de grandes hombres. Es el abandono del creador y lo que hoy
se denomina perverso contexto social, lo que tuerce la promesa de la
criatura.
Conviene,
por tanto, aunque sea superficialmente, rastrear qué referencias
podemos encontrar para poner nombre a lo que se avecina para España. No
nos engañemos, como diría Lovecraft, las posibilidades futuras son aún
más odiosas que la realidad actual.
Y
es que nos encontramos, salvo milagro, a las puertas de un nuevo
Gobierno que promete dejar al anterior como una inocente excursión de
parvulitos. Han caído las últimas caretas y, bajo la falacia de que los
españoles han querido un Gobierno progresista, Pedro Sánchez se apresta a
conseguir su investidura aupado por partidos unidos por su descarnado
odio a España. Como en el 1984 de Orwell, se nos pretende imponer
una Neolengua –embebida en unas Cortes convertidas en absurda torre de
Babel postmoderna– y con ella vestir el santo de la amnistía a los
golpistas, el lavado de cara a los herederos del terrorismo, y el
colapso de los fundamentos de convivencia surgidos de la Transición. El
resultado es un relato ponzoñoso, trufado de paternalismo, que nos
recuerda al del señorito Iván de Los Santos Inocentes de Delibes.
Como en Ricardo III, contemplamos, atónitos e inermes, la lenta
degradación del sistema; la subversión de la ley bajo la suavidad de las
palabras del gobernante y sus secuaces. ¿Quién es por cierto en nuestro
drama el Duque de Buckingham? A Sánchez solo le falta, como al monarca
del drama de Shakespeare, que –como supremo cínico– nos lo encontremos
rezando junto a dos frailes –o mejor aún, junto a dos jueces del
Constitucional– en la víspera misma de malvender España a Puigdemont, a
Arnaldo Otegui, y a los que en su perversa ambigüedad dan legitimidad a
Hamás.
Que
el curso que estamos a punto de tomar conduce a un descalabro político
parece evidente. Pero es que hay algo en el presidente que recuerda al
alcalde de Tiburón: pese a la amenaza palpable del escualo, él
prefiere mantener las playas abiertas. A los tiburones en definitiva
como mejor se les responde es con política. Y siempre hay espacio para
la conmiseración tras promover el caos: «Mis hijos también estaban en la
playa». También hay en Sánchez un poso del Lord Henry Wotton de El Retrato de Dorian Grey:
la finura en las formas y un discurso aparentemente irreprochable que
esconde una total carencia de escrúpulos. El alcalde sintetiza la
sugestiva atracción que para algunos parece que tiene la ordinariez
intelectual… Wotton, la perturbadora sofisticación que siempre acredita
el nihilismo. Ambos son ingredientes nefastos para una democracia digna
de tal nombre. Sánchez, como Alfredo Berlinghieri –soberbiamente
interpretado por Robert De Niro en el Novecento de Bertolucci– es en
definitiva un frívolo carente de brújula moral. Pero no lo olvidemos,
también un triunfador de fino instinto político, que incluso en el
momento de la aparente derrota –la noche del 23 de junio– se aferró a
los guiños del destino y aún pudo cerrar la función con aquello de Il Padrone non e morto.
España es en definitiva la nave Nostromo y el Alien
de Scott está muy confortable al mando. El secretario general del PSOE
encaja a la perfección con la descripción que nos da el androide Ash del
xenomorfo (el octavo pasajero no deseado) en uno de los momentos
culminantes de la película: un superviviente al que no afecta la
conciencia, los remordimientos ni las fantasías de moralidad. Puro Manual de Supervivencia.
Vamos por lo tanto del Gobierno Frankenstein al Gobierno xenomorfo. El
nombre quizás no arraigue, pero temo que queden sus obras. Una España
cada vez menos patria de ciudadanos libres y iguales, preñada de odios,
rencor y fanatismos. Como en Momo de Michael Ende, una tierra
depredada por hombres grises, vapeadores compulsivos de nuestros mejores
empeños, coevos de una segunda transición que viviremos como oscura
involución en todos los órdenes. En ese páramo, en nuestra Caída de la Casa Usher, corremos el peligro de acabar como Newland Archer en La Edad de la Inocencia.
Como él –dentro de muchos años– quizás volvamos hastiados la vista a
atrás, y añoremos, fugaz, la imagen borrosa de una felicidad perdida.
Pero nosotros no tendremos ni siquiera el consuelo, al contrario que el
personaje creado por Edith Wharton, de haber hecho lo correcto en el
camino. España, en el mejor de los casos, será entonces un esperpento.
Pero no nos reiremos.
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