El colectivo LGTB pide que en
los vestuarios o aseos públicos no haya “Hombre/Mujer” e incluso el uso
compartido, mientras uno se lava las manos otro pueda defecar sin olores
poderosas.
La semana pasada saltaba la
noticia de que a una persona trans le habían pedido que no usara el vestuario
femenino del gimnasio porque una mujer se había quejado. Dicha persona lo
denunció en sus redes sociales y el gimnasio acabó rectificando y pidiéndole disculpas.
Cabe destacar que la persona en cuestión tiene un cuerpo plenamente masculino y
que su actual «tránsito a mujer» consiste en llevar una peluca y maquillarse,
algo que, obviamente, no convierte a nadie en mujer y que en el vestuario
desaparece.
Por este motivo, el resto de
usuarias lo que ven con sus ojos es a un hombre, por mucho que en los
documentos pueda aparecer que es de género femenino. Y si digo que su cuerpo es
el de un hombre, es porque en la entrevista que le hicieron se le ve pelo en su
pecho plano y porque en su perfil de Twitter alardea del gran tamaño de su
pene. Yo no sé ustedes, pero yo no conozco a ninguna mujer que presuma de su
miembro viril. Pese a ello, afirma que lo que tendría que haber hecho el
gimnasio es explicarle a la señora que se quejó que es una mujer igual que
ella.
Bueno, pues igual, igual,
estarán conmigo, quizá no. Para empezar, más allá de los rasgos físicos que ya
he mencionado, los cromosomas son diferentes y, para continuar, su función en
la reproducción es también distinta porque puede fecundar, pero no ser
fecundada, que es una capacidad que la naturaleza reserva a las hembras humanas
adultas. Finalmente, si esta persona muere, es enterrada y años después se
descubren sus huesos, inmediatamente se identificará su cuerpo como el de un
hombre aunque haya realizado un cambio de sexo registral. Y es que la biología
es el muro con el que chocan irremediablemente los partidarios de la teoría Queer:
por más que se empeñen, solo hay dos sexos y son inmutables.
Dicho esto, es evidente que
hay personas que sufren por no sentirse identificadas con el sexo con el que
han venido al mundo y que hay que poner todos los recursos necesarios para
paliar ese sufrimiento y, por supuesto, esas personas merecen todo respeto. El
problema está cuando su libertad colisiona con la libertad de los demás.
Creo que no hay que haber
leído a Stuart Mill para entenderlo. ¿Qué derecho debe prevalecer, el de una
persona a utilizar el vestuario del sexo con el que se siente identificada o el
de las mujeres a poder tener un espacio seguro? Porque si hay espacios
diferenciados es por algo: a lo largo de la historia las mujeres hemos sufrido
violaciones y abusos sexuales. Ahora, tal y como ironiza magistralmente el
humorista Ricky Gervais en su espectáculo SuperNature, si una mujer es abusada
por una trans, corre el riesgo de ser acusada de tránsfoba si no se refiere a
esta persona por el pronombre elegido.
Y hemos llegado aquí al
meollo de la cuestión: la transfobia. Lo que hace el movimiento Queer es
intentar censurar a todo aquel que no comparta su credo, dando unas muestras de
intolerancia que les ha valido el apelativo de Inqueersicion. Por ejemplo, los
profesores de psicología José Errasti y Marino Pérez, sufren violentos boicots
o incluso cancelaciones en las presentaciones de su libro Nadie nace en un
cuerpo equivocado, la más reciente en Barcelona, donde los transactivistas
amenazaron con quemar la librería de La Casa del Libro donde se estaba
celebrando el acto y tuvieron que cerrar sus puertas y sacar de allí a los
asistentes escoltados.
Que esto suceda en una
democracia es una auténtica aberración y flaco favor le hacen a la causa trans
con esos comportamientos de energúmenos del que, además, presumen en sus redes
sociales. Si acaso tuvieran razón, desde luego la perderían al momento
comportándose de esa manera intolerante y antidemocrática. Y hablando de este
tipo de actitudes, les recomiendo que lean la tremebunda historia por la que ha
tenido que pasar mi compañera Lucía Etxebarria a cuenta de la acusación de
transfobia.
El afán censurador de los
transactivistas los ha llevado, por ejemplo, a cancelar unas clases sobre el
papel de la mujer en la publicidad, como le pasó a Juana Gallego en la UAB o,
más grave todavía, ha hecho que sobre la psicóloga Carola López Moya -especializada
en ayudar a mujeres maltratadas- penda la condena de una multa de hasta 120.000
euros y cinco años de inhabilitación. En ambos caso, por sus opiniones en
contra de la ideología queer y su denuncia de los riesgos que comporta que se
amputen miembros sanos a menores o que se les condene a ser enfermos crónicos
mientras se lucran las industrias farmacéuticas y las clínicas de cirugía
estética, algo en lo que países como Reino Unido y Suecia ya están dando marcha
atrás. Este es, sin lugar a duda, el aspecto más preocupante de lo que está
sucediendo con la hegemonía del queerismo, como alertaba el domingo Fernando
Savater desde estas páginas.
Al margen de todo esto,
resulta evidente que las grandes perjudicadas somos las mujeres. No he visto
ninguna queja sobre la presencia de trans en vestuarios de hombres ni sobre su
participación en las categorías deportivas masculinas, como sucede al
contrario, porque es tan grave que puede acabar con el deporte femenino, como
denuncia incansablemente Irene Aguiar. No se borra la palabra padre, ni se
llama a los hombres «personas peneportantes», mientras sí que se eliminan
palabras tan bonitas como «mujer» o «madre» y se sustituyen por engendros como
«persona menstruante» o «persona gestante». Son muchos años de lucha feminista
para que una corriente misógina nos borre y nos arrebate nuestros espacios de
libertad y de seguridad y son muchos años de lucha para vivir en una democracia
para que ahora vengan estos inqueersidores a cercenar la libertad de expresión
por mucho que pretendan disfrazarlo en nombre de unos derechos humanos que
nadie les niega.
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