Pablo Echeniqua es más
terminator que Fernando Simón. Lo mismo contempla impávido cómo estallan
cabezas llenas de kétchup que persigue a los periodistas con una frialdad
mecánica y espeluznante, igual que el gancho de esas máquinas de feria persigue
a los peluches.
A Podemos no le gusta el
periodismo. Lo ataca Echenique desde su gadgetocóptero pero sobre todo lo ataca
el mismo Pablo Iglesias desde su vicepresidencia sultana, llena de cabezas
cortadas y velos de varias Salomés u odaliscas de secretariado/alumnado porno.
No le gusta el periodismo, simplemente, porque es algo que en su sistema no
puede existir. Claro que se puede criticar a los periodistas, aunque es mejor
usar datos e ingenio que amenazas de mazmorra con ratón y calavera, como en una
casilla de la oca. El periodismo no es una cosa intocable ni santa, pero no lo
puede hacer el Gobierno soplando por esa trompetilla de Correos, ni es algo que
se pueda votar en barullo o en comandita, como cuando en el Ateneo de Madrid se
votó si Dios existía. Y eso es justo lo que quiere Iglesias, que ya dijo que la
existencia de medios de comunicación privados ataca la libertad de expresión.
No, lo que la atacaría sería que fuera él, con su vicepresidencia como el
megáfono del tapicero, el que dijera qué es la Verdad.
Podemos siempre está
hablando de “la gente”, pero es una “gente” tumultuaria y unánime que sólo está
ahí para menear la cabeza como en un concierto de rock. Todas las ideologías
del pueblo absoluto se quedan siempre en un jefazo igualmente absoluto. Como la
misma democracia, el periodismo requiere mucha gente diciendo cosas diferentes,
porque la verdad no es un bibliazo que te abre la cabeza (eso sólo les ocurre a
los fanáticos), sino que siempre es una perspectiva. Ni el Gobierno, con un
Iglesias o un Simón que saliera todos los días a dar el parte con tono de
meteorólogo o de Petete; ni tampoco la gente, votando las verdades como la
mejor tortilla de patatas, podrían ofrecernos nunca todas esas perspectivas. Sin
varias perspectivas no hay manera de ejercer el sentido crítico ni de formarse
juicios sobre la verdad. Éste es el derecho del ciudadano. Por eso la prensa no
debe (no puede) ser puramente objetiva, ni siquiera neutral, ya que entonces
sólo habría una prensa. Debe ser plural, veraz y libre. Y sus únicos límites
son las leyes, no lo que diga un vicepresidente amenazando además con fusta,
esa fusta de azotar a Mariló Montero hasta que le salga kétchup.
Pablo Iglesias habla ahora
muy bajito en sus mítines, como para que no se enteren los espías. Yo diría que
no sirve para nada porque el espía seguramente lo lleva ya él sobre la chepa,
como un espía de Gila. Pablo Iglesias habla ahora muy bajito y camina muy
despacio, como imitando pisadas de oso. El micrófono le hace de linterna en la
cara, igual que esos monitores de fogata de campamento que cuentan su historia
de miedo. Iglesias habla ahora como entre grillos y ramitas que crujen. Antes,
cuando iban a tomar el cielo por asalto, Iglesias gritaba, Iglesias declamaba,
se enfadaba y se encaraba como hacen los raperos, así como quitándole la gorra
al otro. Pero ahora lo enchufa Ferreras en directo y lo vemos hablar bajito y
con esa postura de reúma y chichón eternos del espeleólogo. Lo que ha ocurrido
es que antes iban de orgullosos milicianos y ahora sólo pueden ir de víctimas.
Los que antes iban a
derrotar al Capital y al corrupto Régimen del 78 como a los Cien Mil Hijos de
San Luis, a ese ejército de alabardas, mastines y pelucas, ahora dan el parte
desde el mostrador de estanco del Gobierno y van de casoplón, segurata,
enchufe, bando, fajín y hasta titi con corsetería puesta. Esto no se puede
explicar fácilmente, o no se puede explicar. Pero ante esta gran aporía de una
revolución popular que termina en comodita con huevazo de Fabergé, de una
democracia de azulejo de calle que acaba en papado de señoro pichabrava; ante
la inconsistencia de un proyecto que se ha negado a sí mismo hasta quedar sólo
esa coleta heráldica como de caballo de Ivanhoe; ante esto, decía, caben dos
actitudes. Una es la de Sánchez, que ni siquiera disimula que no le importa la
coherencia. La otra, más clásica, es la de Iglesias, que aún busca un culpable
morrocotudo que convierta al otrora glorioso héroe, inminente de victoria, en
víctima y santo mártir arrastrado por los tablaíllos.
Este enemigo de Iglesias,
según dicta la tradición, debe ser imbatible, para que siga justificando la
interminable lucha; debe ser omnipresente, para que cualquiera, en un momento
dado, sirva como coco y espantajo; debe ser lo suficientemente poderoso para
poder frustrar el edén prometido pero, claro, a la vez lo suficientemente torpe
como para que no consiga arrebatarles del todo el poder. Lo del papado de
Iglesias no era una comparación exagerada, porque este enemigo, tan
convenientemente ladino, ungulado, membranoso, insistente y fracasado, es el
propio y arquetípico Diablo. Casi prefiere uno ese descaro de Sánchez, ese
ignorar por completo la razón y ese poner sin más su mandíbula proal y
hormigonada, como un monumento soviético a sí mismo, antes que ese recurso de
fraile campanero por el que ha optado Iglesias.
Todo el poder del Capital
como un sanedrín de Tíos Gilitos, del Régimen del 78 como una baraja española
de dinero, mantos y espadines; del Ibex 35 como un robot del Doctor Infierno
con ese nombre; todo eso al final se puede quedar en un periodista con
carpetilla de números y recortes, o sea en Vicente Vallés. A Vicente Vallés no
le puedes rebatir nada, pero tampoco a un Diablo volteriano, y no por eso deja
de ser el Diablo, o más aún, precisamente por eso es el Diablo.
Todo el mal puede ser un
periodista con manguito de telegrafista, que a veces Vallés parece eso cuando
te cuenta lo que ha pasado sin que haga falta ningún comentario, como no
necesita comentario la hora de llegada de un barco. A veces el mal es alguien
que toma nota y molesta, o pueden ser lorquianas y difusas sombras de cruz de
cementerio o de tricornio. Pero es la ventaja de que el mal esté en todos
lados, que el Diablo puede ser una pequeña horquilla de mujer o un gran Gólgota
de horror, según lo que tenga a mano el pastor.
Podemos no venía a hacer la
revolución que decían, porque se han puesto gordos como los demás, trafican con
ropones y simonías como los demás, usan sicarios y escribas y mercedes como los
demás, tratan al pueblo de tonto como los demás, y hasta tienen pornochachas y
queridas de mercería como los demás. A lo mejor venían a hacer una revolución,
pero era otra, o era la de siempre, la que acaba como acaba. Al final, el
tipejo de la cloaca se ha guardado la misma tarjeta que se guardó el macho
alfa, y es el tipejo que se reía con eso de la “red de información vaginal” con
su compañera de gabinete y jefa de fiscales, que iba de cocinera a fraila de
ida y vuelta. Al final las puertas giratorias te abanican, y el feminismo se
pasa por la piedra, y los fiscales quedan con tu abogado en covachas de aljibe,
y estás en la mesa de los espías de verdad, no de los que van de lagarterana.
Al final estás hablando
bajito, con dolor de riñones de tener al falso espía en la chepa, con yugo y
lascivia de víctima virtuosa. Y ya ni te acuerdas de haber gritado tanto tu
persecución en aquel regreso mosaico, frente al Museo Reina Sofía como una
escultura de soplete sobre el histórico y sufrido obreraje. Al final sólo
puedes ser víctima, víctima ya sin voz y sin fuerza. Eso, o alguien que fracasó
o que mintió. Así que te agachas, hablas bajito, caminas despacio y finges
zarpazos de oso y sustos de búho, entre adolescentes de mochilita, quinqué y
malvavisco, y para tu propio telediario.
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