Llegarán y volverán más
virus y más males para sorprendernos discutiendo entre nosotros, el virus es
sordo, ciego, manco y cojo. Estamos hiperconectados, pero se aplicará la misma
estrategia estúpida: “PROBLEMA DE TODOS, REMEDIO PARA NOSOTROS”
En la última fase vírica,
todo comenzó con la quiebra de Lehman Brothers y la fulminante crisis
financiera de la que todavía estamos convaleciendo. Antes, durante y después de
ella, hasta ahora mismo, los efectos del cambio climático como una suerte de
suicidio in progress en el que parecemos estúpidamente embarcados. Por si fuera
poco, contemplamos cotidianamente la tragedia de las migraciones humanas, una
tentativa parsimoniosa de genocidio que cometemos en cómodos plazos. Por no mencionar
la polución informativa que respiramos a través del imperio incontrolado de las
redes sociales y las nuevas tecnologías. Bien pensado, todos estos males eran
ya pandémicos, pero ahora ha llegado, para que no necesitemos acudir a las
metáforas, una pandemia de verdad, la de la covid-19, y ha puesto brutalmente
de manifiesto la naturaleza más decisiva de los problemas actuales de la
especie humana. Estamos hiperconectados, hasta físicamente hiperconectados. Los
males nos afectan inmediatamente a todos. Somos una sola población frente a
ellos, sin fronteras ni compartimentos estancos.
Sin embargo, las armas que
estamos disponiendo para enfrentarlos nos siguen viendo como una ciudadanía
nacional limitada por rasgos artificiales. Luchamos contra el contagio global
mirando solo a los pacientes nacionales. Todavía seguimos anclados en
estructuras mentales y políticas que piensan nuestra vida en el seno de
entidades territoriales definidas por fronteras, lo que se llama a veces el
sesgo interno del mundo internacional. Estamos aún, dígase lo que se diga, en
aquella definición de 1758 de los asuntos del derecho internacional: “Affaires
des nations et des souverains”. Hasta seguimos alimentando el ingenuo prurito
de la soberanía que “no reconoce nada superior”. No es que seamos
particularmente necios, aunque a veces lo parezcamos; es que en el fondo no
existe otra alternativa. Hemos dejado que la realidad humana crezca y se vaya
asentando de esa manera universal sin disponer de ningún mecanismo regulatorio
serio para hacer frente a las amenazas que ello lleva consigo. Ahora vemos que
no hay nadie al que apelar para que ponga orden en la peripecia de la especie
humana.
A pesar de que ya habíamos
recibido bastantes toques de atención, el coronavirus nos ha vuelto a coger por
sorpresa. Y ya se es muy consciente de que no será la última vez. Vendrán más
virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros. Y
los remedios que se improvisarán y se pondrán en práctica se diseñarán con la
misma estrategia estúpida: problemas de todos, soluciones para nosotros; para
evitar la mundialización que tanto contagia lo que hay que hacer es recetar
solo para el enfermo nacional. Nuestros pobres líderes, como los demás, mirando
siempre por el rabillo del ojo a su propio electorado, a su propio sistema de
salud, a su propia fuerza de trabajo, a su propio “tejido” industrial, a su
propia nada.
Pero resulta que estamos
hiperconectados, y además somos ya demasiados. Vamos camino de los 8.000
millones cuando hace solo 50 años éramos menos de la mitad. Y nos relacionamos
incesantemente, hacinados en megalópolis gigantescas, llenas de pobreza,
desagregadas, carentes de sanidad y limpieza. Y, claro, nos contagiamos. Como
nos contagiamos con aquellos derivados financieros de hace años; como se
“contagian” las supuestas identidades culturales de nuestras sociedades; como
contagiamos tantas veces con bulos y falsedades los contenidos de nuestra
información; como estamos contagiando nuestra atmósfera, y como, nada metafóricamente,
nos estamos contagiando con el coronavirus. Y no parecemos tener otra salida
que la de reclamar de nuestros Gobiernos “medidas”, sanitarias, financieras,
sociales, culturales, industriales. Como si los Gobiernos de nuestros Estados
no fueran tan indigentes como los Estados mismos.
El gran avance, al parecer,
es plantear el dilema entre una política internacional “multilateral” y una
política internacional unilateral, una discusión vieja. Pero todavía tenemos
que aguantar a un líder con aires de perdonavidas amenazando con eso de America
first y proponiendo una política internacional excluyente y agresiva.
¡Regateando fondos y construyendo muros! ¡Qué tosquedad! O contemplar
estupefactos a todo un país serio decidiendo en un referéndum polucionado por
los medios que lo mejor es aislarse, caminar solo, abandonar una unión de
Estados que es, por muchos traspiés y desvergüenzas que exhiba, el único
proyecto viable de salir de la situación de marasmo en que vemos ahora con toda
claridad que estábamos.
Porque no, no hemos sido
capaces de pensar instituciones supranacionales con un poder normativo
decisivo. De hecho, seguimos boicoteando su posibilidad desde nuestros
intereses más miserables; por ejemplo, los electorales. Alimentando una y otra
vez ese desajuste severo entre los procedimientos democráticos, que se resisten
a abandonar las fronteras nacionales, y los problemas con los que se va a
enfrentar la especie humana, que ya se las han saltado hace unos cuantos años
con tanta facilidad como ahora lo ha hecho el coronavirus. Y lo primero que se
nos ocurre cuando de pronto nos vemos ante problemas así, no es hacer algo para
romper esa inercia localista, sino empezar a sugerir teorías conspiratorias
para transferir la responsabilidad a los demás y persistir en ella: los chinos,
la Organización Mundial de la Salud o el Gobierno de turno.
Empiezan a cundir las
afirmaciones de ese tipo sin que nadie se pare a pensar que las explicaciones
conspiratorias tienen siempre una dimensión que, precisamente ahora, las hace
aún más dañinas. Como herederas de la idea ancestral del maligno, tienden a
excluir la confianza, fomentar la suspicacia y promocionar actitudes de
animadversión. Lo contrario de lo que ahora necesitamos. Porque si perdemos la
dimensión de confianza que toda convivencia exige aparecerán las pugnas y
discordias estériles; véase, si no, nuestra inmunda política nacional. La
sospecha y el rencor hacen imposible que viremos nuestras actitudes hacia esa
cooperación intensa que necesitamos cada vez más, dentro también, pero sobre
todo fuera de casa. Si empieza a generalizarse la paranoia de la conspiración,
esa pauta de recelo que nos lleva a ver todo lo que hacen los demás como un
designio malévolo para engañarnos o hacernos daño, los resultados para todos como
especie pueden ser catastróficos. ¿Seremos capaces de evitarlo? Deploro decir
que los indicios son poco alentadores.
En 1784, reflexionaba así
Immanuel Kant, una de las mentes más poderosas de la historia: “No puede uno
librarse de cierta indignación al observar la actuación de la humanidad en el
escenario del gran teatro del mundo; haciendo balance del conjunto se diría que
todo se ha visto urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con
frecuencia, por una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles; de suerte
que, a fin de cuentas, no sabe uno qué idea hacerse sobre tan engreída
especie”. Desde entonces a hoy, la humanidad se ha embarcado en multitud de
matanzas, locales y generales, prácticas destructivas de su medio vital y locuras
infantiles de todo tipo. Y sigue tan engreída. Como nosotros seguimos sin poder
librarnos de aquella indignación. Pero ahora están llamando a su puerta avisos
que la ponen en cuestión como especie y hacen dudar de su supervivencia misma.
¿Qué le cabe esperar?
Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.
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