El comunismo lleva consigo
la miseria, el pillaje y la villanía. Si nos dicen hace 10 años que España,
después de ver y saber lo que ocurría en Venezuela, que a día de hoy estaríamos
gobernados por discípulos de Chávez, sencillamente, hubiésemos sonreído con
laconismo. Pero es la realidad, en España hay demasiados pocos españoles y una
democracia filibustera.
El mero hecho de que la
Constitución fuese aprobada por el pueblo en votación masiva cuando solo el
0.3% la había leído, acredita que la democracia es una mierda envuelta en papel
constitucional. El hambre de democracia,
coarta el discurrir de las personas y su propia libertad.
En España, la miseria trae
el valor añadido del comunismo narco dictatorial. Que más de 4.000 magistrados “vean”,
“lean”, “escuchen”….como otro magistrado de como hecho probado que Pablo
Iglesias “””cobro””” indebidamente 273.000 dólares del narcotráfico venezolano
y, además, en un paraíso fiscal, tiñe de negro toda la judicatura española.
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias deberían estar en la cárcel, no en La Moncloa y
el Casoplon.
Así ocurrió el derrumbe
industrial y por ende económico de Detroit y sumida en la confusión sigue
La pandemia corta en seco la
remontada de la legendaria ciudad, icono de la gloria y la decadencia
industrial americana, cuna de gigantes como General Motors pero con un 33% de
su población pobre. La mayor crisis desde la Gran Depresión se ensaña con
Michigan.
Jackie Victor contó a su
padre en 1997 que iba a abrir un negocio y aquel abogado de Michigan se
carcajeó. Después de tantos años de activismo, de pancarta y asamblea, su hija
abrazaba la fe del converso: “Al final te has hecho capitalista”, le dijo. “Es
que yo –explica Jackie– era una persona muy politizada, radical, y le respondí
que no, que en lo que me iba a convertir era en una emprendedora socialista”.
Detroit, una ciudad torturada por mil crisis, icono de la gloria y de la
decadencia industrial americana, la cuna del fordismo y de Aretha Franklin,
emprendía un largo camino de resurrección y el suyo iba a ser uno de esos
proyectos que le insuflaba vida.
Un café de 180 metros
cuadrados y cuatro empleados se convirtió, con los años, en una cadena de
cuatro restaurantes. Aquel primer horno que compró, en una empresa proveedora
de pan para un centenar de cafeterías y tiendas de alimentación de todo el
Estado. Un día, llegó el récord de facturación: cinco millones de dólares, uno
encima del otro, cinco millones.
La mañana del pasado 16 de
marzo, Avalon International Breads, el pequeño imperio fundado por Jackie
Victor, tenía 135 trabajadores. Al día siguiente, apenas quedaba una decena. A
la semana, uno. Esta maldita primavera, la emprendedora social-capitalista se
acuerda de la conversación con su padre, del camino recorrido. “Pero no siento
que yo he echado el cerrojo, o que yo he despedido a alguien, siento que lo ha
hecho esta pandemia. Fue muy rápido, en cuanto llegó la orden del cierre de la
restauración, todos los pedidos desaparecieron. Nosotros tuvimos que cerrar
tres de los cuatro restaurantes de golpe, y en el que quedó abierto con
servicio para llevar apenas teníamos un 10% del trabajo habitual. La situación
se volvió además muy insegura. Dos miembros del equipo directivo se habían
contagiado, otro tenía fiebre... Nos sentamos los socios y dijimos ‘se acabó’,
al menos por ahora”, explica Jackie.
Tristan Taylor, uno de los
damnificados, de 36 años, pasaba su primer día parado en casa el 17 de marzo y
echaba cuentas. Su novia seguía trabajando desde casa, lo cual eran buenas y
malas noticias. Por una parte, garantizaba la entrada de sueldo en el hogar.
Por otra, formaba parte de eso que había cortado el último hilo de vida de
Avalon Breads: todos esos profesionales de oficina que formaban el grueso de la
clientela y que ya no pasarían por allí a comprar sus focaccias ni sus
capuchinos. Las obras de su zona, uno de los barrios de la ciudad en lucha por
resurgir, también habían parado en seco. A Keith Kendricks, un empleado de la
construcción de 58 años, su jefe le dio el aviso esa misma tarde. Al día
siguiente, el miércoles 18, las “tres grandes” de Detroit, como se conoce a
General Motors, Ford y Fiat-Chrysler, anunciaban la suspensión de actividad y,
con ella, la de los proveedores de componentes de coches.
Y así, como una sucesión de
fichas de dominó derribándose unas a otras, toda una economía que iba viento en
popa se hundió en un plazo de 72 horas.
La hibernación autoimpuesta
en medio mundo para frenar la propagación del coronavirus ha situado a la
primera potencia mundial ante su peor terremoto desde la Gran Depresión. Más de
36 millones de trabajadores han pedido la prestación de desempleo desde que
empezó la pandemia y este trozo de tierra al norte del país es uno de los
farolillos rojos.
“Solemos decir que cuando
Estados Unidos se resfría, Europa tiene neumonía", apunta Don Grimes,
especialista en la economía de la región de la Universidad de Michigan.
"Las recesiones nos golpean con más fuerza que al resto del país por la
estructura de nuestra economía, muy dependiente de la manufactura y, en
especial, del automóvil, y en una crisis, eso cae más que otras partes”. Justo
aquel 16 de marzo Grimes y sus compañeros acababan de cerrar el último informe
de previsiones macroeconómicas, que ya no presentaron.
La neumonía la tiene ahora
Estados Unidos y a Michigan ya no le quedan metáforas. El equipo de Grimes
calcula que la tasa de paro alcanzará el 23% el segundo trimestre, una cota
inédita en la serie estadística –arranca en 1976– y muy alejada del 15% de la
Gran Recesión de 2009. “Lo triste es que las cosas estaban yendo muy bien hasta
ahora", explica. "Entre 2009 y 2019, los ingresos de las familias
habían crecido un 49% en el Estado. Con relación a la media nacional, esta
había sido la mejor década de la historia moderna para Michigan. Y, de repente,
entramos en un mundo nuevo”.
En este mundo nuevo, un
miércoles, a las dos de la tarde, no pasa un alma por la avenida Woodward, la
céntrica arteria que mejor refleja el resurgir de Detroit. Después de la
quiebra municipal de 2013, la mayor bancarrota de una ciudad en la historia de Estados
Unidos, la vieja capital del motor había empezado a levantar cabeza. Allí
mismo, hacía un siglo, Henry Ford revolucionó la economía con la producción en
cadena y ahora una ristra de startups tecnológicas y de servicios habían
ocupado sus edificios de oficinas, atraídas por lo barato del suelo y por la
fuerza tractora de la industria automovilística. Los restaurantes vanguardistas
se multiplicaron. Dan Gilbert, un millonario de la ciudad, compró 70 edificios
en el centro e instaló más de un centenar de firmas. John Varvatos, el
diseñador de moda masculina de lujo, inauguró en 2015 una imponente boutique a
ritmo de rock and roll.
La semana pasada, Varvatos
solicitó la quiebra por la pandemia. Ya no suena la música a todo volumen en el
local, cerrado y a oscuras, como todos los de esa calle, ahora fantasmal. El
neón con el lema “Nada detiene a Detroit” en un escaparate llama la atención
como un chiste inoportuno.
El trajín se ha mudado a
otra parte, concretamente, a la iglesia baptista Pilgrim, en el barrio de
Grixdale. Jueves, nueve de la mañana. Faltan tres horas para el reparto de
comida y se ha formado ya una interminable fila de automóviles, viejos, nuevos,
de todo tipo. La primera persona de la cola, Sabrina, llegó a las 7.30.
Enfermera independiente, tiene 47 años y una explicación muy sencilla de la
interacción entre la crisis sanitaria y económica: “Atendía a dos pacientes en
dos casas y se murieron por la covid-19”, explica. El primero falleció la misma
semana en la que parecía que todo se rompía, el segundo aguantó hasta finales
de marzo. Tras toda una vida en Detroit, ha visto pasar mil recesiones, pero
esta, dice, es algo distinto “porque da miedo todo, hasta hablar con usted”.
Keith Kendrick, el albañil, se encuentra 20 coches más atrás, con la Biblia en
el salpicadero, leyendo a ratos mientras mata el tiempo hasta recibir su caja
de víveres, rogando que todo esto pase pronto.
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