Que en España gobiernen quienes más la odian es repugnante, además de señal inequívoca del final de los golpistas. Ni lo entienden en la Unión Europea, ni se
puede comprender en ninguna otra parte del mundo. Dos años después de que Oriol
Junqueras se convirtiera en el cabecilla de un alzamiento tumultuario
en Cataluña contra el ordenamiento jurídico español y contra la Constitución, y
solo dos meses después de que fuera condenado a trece años de prisión por esos
hechos, que constituyen un delito de sedición en el que, según la sentencia, se
produjeron «indiscutibles episodios de violencia», y por otro delito de malversación
de fondos públicos, Pedro Sánchez, que ejerce la presidencia en
funciones del país, no solo convierte al líder de ERC en su socio, sino que es
el sedicioso quien ha impuesto desde la cárcel la posición de la Abogacía del
Estado y las condiciones para que pueda ser investido. Si quien aspira a ser
presidente del Gobierno es capaz de someterse a una humillación semejante con
tal de mantener el poder, nada tiene de extraño que la Justicia de la Unión
Europea decida que si España no se respeta a sí misma tampoco tiene por qué
hacerlo ella. Si el PSOE ha negociado la investidura con ERC, e incluso se ha
sentado directamente en la mesa con Josep María Jové, imputado por
ser el cerebro del procés, carecería de sentido que fuera el
Parlamento europeo el que impidiera que Carles Puigdemont y
Junqueras, socios en la sedición, adquieran la condición de eurodiputados.
La decisión del doctor Sánchez de convertirse en presidente sometiéndose al
chantaje de quienes no renuncian a alzarse de nuevo para declarar la secesión
unilateral y garantizan incluso que lo volverán a hacer si el Gobierno no
accede a celebrar un referendo de independencia, no solo constituye un baldón
histórico que el PSOE arrastrará durante muchos años, sino que lesiona
gravemente el prestigio de España en Europa y en el mundo, contribuye a
reforzar el falso relato victimista del independentismo y menoscaba además la
autoridad de la Justicia española. El mismo Sánchez que provocó un escándalo en
plena campaña electoral al presumir de que la Fiscalía actúa a las órdenes del
Gobierno pretende hacer creer ahora que él no ha tenido nada que ver en la
posición sostenida por la Abogacía del Estado, que sí depende directamente del
Ejecutivo, y que será la que permita finalmente que ERC del el plácet a su investidura.
Pedro Sánchez es perfectamente consciente del daño que causa a la
democracia y al modelo constitucional el que vaya a ser presidente gracias a
los votos de ERC y tras negociar incluso con EH Bildu, que no condena los
crímenes de ETA. Solo así se explican sus prisas para ser investido en plenas
fiestas navideñas, para pasar ese trago vergonzante mientras los españoles
están de vacaciones y más pendientes de su familia y del turrón que de otra
cosa. Pero el problema no es el futuro político de Sánchez, previsiblemente
efímero. Lo grave es la herencia que legal al PSOE y a España, y el mensaje que
envía a los independentistas. Cuanto más desafíen al Estado y más pisoteen la
Constitución, más cesiones conseguirán y más influirán en la política española.
Comentarios
Publicar un comentario