Cada voto que se eche en la urna a favor de La Kirchner y su banda es como tirar una bomba atómica a la Argentina.
La democracia que, en
principio, debería ser el gobierno del pueblo, sencillamente es una suma de
votos inducidos por la perversión de los medios de comunicación más los votos
de personas que tratan de defender los intereses de aquello que les corresponde
y siempre en busca de los mejor para su familia. Los primeros serían los
kirchnerianos y los segundos quienes piensan que la única solución de que
Argentina no sea la segunda Venezuela, o sea, los creyentes del proyecto Macri.
Por desgracia, hoy, el 27-O, solo puede ganar con el apoyo de las redes
sociales. Macri, ganará.
En la doctrina kirchneriana/bolivariana,
el fanático del voto mete la mano cada tanto
en su muestrario de lecturas de ciencia política para repartirlas al paso, como
si fuesen octavillas, entre aquellos a quienes busca persuadir de que, a pesar
de que los esbirros de Maduro puedan secuestrar funcionarios electos y luego de
torturarlos, asesinarlos arrojándolos desde un décimo piso, los venezolanos
amantes de la libertad no tienen más opción que votar en cuanta elección
disponga la dictadura, así esté amañada según sus propios despóticos términos,
desde hoy hasta la consumación de los siglos. Cristina Kirchner es docta en la
materia y profesora del dictador venezolano.
Cuando leemos una encuesta
demoscópica e incluso la interpretamos observamos que suele ser un profesional
de la demoscopia o un politólogo, o ambas cosas a la vez, y tiene acceso como
articulista a los contados espacios de opinión que el régimen tolera. Lo
esencial de su argumento es la denuncia del abstencionismo y, puesto a ello, es
capaz de hacer del sofisma un deporte extremo. Al final, todo es falso pero si
ha incidido en el resultado de la suma de votos.
Uno de ellos achaca el
empantanamiento de la acción opositora al hecho de que, según el
fundamentalista del voto, la política de oposición ha estado últimamente en
manos de aficionados, de gente ingenua e impaciente, imbuida de un inconducente
misticismo moral. Otro gallo cantaría, se nos dice, si los oficiantes fuesen
políticos profesionales, curtida gente del gremio, gente dueña de los fríos
saberes propios del oficio. No entenderlo así no es más que antipolítica.
Los despropósitos, los
vaivenes, los tejemanejes electoreros, los diálogos en la trastienda, las metas
incumplidas, los fracasos y en suma, la perpetuación de Nicolás Maduro en el
poder, son achacables únicamente a ellos. El electorado, o por decir mejor, la gente
moliente y sufriente, estuvo todo ese tiempo siempre atenta, no solo a votar,
sino también a hacerse matar en la calle cuantas veces lo exigieron los
profesionales del difícil arte de la política tan sacralizado por el
fundamentalista del voto. Algún día la decepción universal tenía que
manifestarse y así lo hizo en mayo pasado.
En esto del abstencionismo
se ha llegado al extremo de afirmar que de haber elegido en mayo pasado
—acudiendo en masa a unas elecciones claramente fraudulentas—, a Henri Falcón,
ese sosias de Hugo Chávez, alguien que remeda al Comandante no solo al hablar, sino
hasta en el tono de las corbatas, ya a estas alturas estaríamos viendo los
frutos de un gobierno de reconciliación y concordia nacionales, un gobierno
restaurador de la economía de mercado y la democracia liberal. ¿Quién se
interpuso? ¿Quién nos robó ese rutilante desenlace de nuestra tragedia? Nada
menos que el 54% del padrón electoral que se abstuvo de votar.
El fundamentalismo atribuye
esas cifras a protervos trolls y bots alentados por el gran Partido
Abstencionista de la Burguesía Apátrida y ProEEUU que expresa a la facción
plutócrata de la oposición liderada por María Corina Machado. El
fundamentalismo niega que el electorado se haya abstenido soberanamente: fueron
anónimos tuiteros quienes lo engatusaron.
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