Un, otro monstruo del sexo viola y asesina a Laura. El solo ha sido ejecutor, la autoría es “obra” de malvados socialistas y ruines tolerantes.
Tantas y tantas Lauras
tienen que morir como para desafiar a la ciencia y a la Ley. El asesinato de
Laura Luelmo ha conmocionado a la sociedad española que, entre otras cosas, era
uno de sus firmes propósitos, matar, cárcel y popularidad. No es para menos,
tanto por el perfil de la víctima -una joven comprometida con el feminismo que
se desplazó lejos de su hogar para cubrir una baja docente- como por el
historial del detenido y principal sospechoso: había salido en octubre de la
cárcel donde penaba por robo con violencia, antecedentes a los que se añade el
asesinato de otra mujer y un intento de violación aprovechando un permiso
penitenciario. Que un tipo semejante anduviera suelto mueve a una indignación
más que comprensible.
Pero vivimos tiempos en que la conmoción se convierte
rápida e inescrupulosamente en capital político y munición de guerra cultural.
En momentos así es más importante que nunca extremar el rigor y no alentar
polémicas morbosas ni atizar argumentos viscerales, al menos desde la política
y el periodismo. Aún no hay otra cosa que indicios, pero ya inunda la
conversación pública el debate sobre la prisión permanente revisable y la
discusión sobre si el crimen encaja o no en la modalidad de violencia de
género. Una cosa está clara: que Laura esté muerta es un fracaso doloroso que,
si se confirma la autoría de Bernardo Montoya, exige como mínimo una revisión
de la normativa penitenciaria. Recordemos además que la prisión permanente
revisable no es ninguna excepción en el derecho europeo y está en vigor en
nuestro país con una mayoría de partidos en contra, aunque sería un grave error
tramitar su revocación.
Tan loable es el fin constitucional de la reinserción
como urgente reconocer que la sociedad tiene derecho a protegerse de los
reincidentes.
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