Cuando un político se ve perdido
sin opciones, suele declararse el mismo la guerra civil. Todos los partidos
políticos son organizaciones que tienen por objetivo conquistar el poder. Todos
comparten esa marca de nacimiento. Lo que distingue a unos de otros es la
ideología: el uso que se proponen dar a las parcelas de poder que los ciudadanos
les arriendan temporalmente. Algunos solo aspiran a conservarlas y a perpetuar
posiciones de privilegio social o económico. Otros pretenden transformar la
sociedad y ensayar nuevos cultivos, experimentos estos que históricamente se
saldaron con mayor o menor fortuna.
Primera hipótesis
cartesiana. Todos los partidos políticos están integrados por personas,
portadoras de ambiciones y de egoísmos, de ideas más o menos compartidas y de
diversas sensibilidades, pero estructuradas jerárquicamente, porque de lo
contrario no hay instrumento ni posibilidad de conquistar el poder. Las
asambleas pueden ser útiles para indicar la senda, pero nunca para dirigir la
expedición y mucho menos para gobernar.
El Poder requiere batalla y
ahí tenemos a dos mochuelos gerreando y sin ninguna posibilidad de éxito. La
batalla por el poder que sostienen los partidos políticos se reproduce
necesariamente, mutatis mutandi, en el seno de cada partido. Y la confrontación
pública de ideas tiene su réplica en las discusiones internas de cada fuerza
política.
Dos conclusiones de este silogismo imperfecto. A la primera le llaman
lucha orgánica y suele ser castigada por el ciudadano en las urnas. La segunda
la denominan debate orgánico y los cuadros dirigentes la esgrimen como ejemplo
de democracia y de transparencia. Pero no nos engañemos. Eso que tanto los dirigentes
del PSOE como de Podemos quieren presentar como saludable catarsis no es sino
una feroz guerra intestina por las riendas del partido. Pablo Iglesias, en su
carta de «arrepentimiento» a la «abuela» de Podemos, lo expresa con
gratificante claridad: «No hemos sabido distinguir la pluralidad y el debate
interno de la lógica de familias que buscan cuotas de poder».
A esto se han
reducido los dos principales partidos de la izquierda española: a sendos campos
de batalla donde unos y otros -Pablo contra Íñigo, Susana contra Pedro- se
destrozan para mayor gloria de la derecha hegemónica. Y no hablaré de purgas,
por respeto a las víctimas de Robespierre, o de Stalin, o de la «caza de
brujas» del senador McCarthy, sino de pelea orgánica y juego de ambiciones desprovisto
de una mínima justificación política o estratégica.
¿Acaso alguien conoce las
profundas diferencias ideológicas o programáticas que separan a Pablo Iglesias
y a Íñigo Errejón? ¿Alguien puede explicar en qué se distinguen los credos
supuestamente socialdemócratas de Susana Díaz y Pedro Sánchez? Ni siquiera los
afiliados que ocupan las trincheras sabrían responder. Sospecho que les sucede
lo mismo que a Fabricio del Dongo, aquel personaje de Stendhal que combatió en
Waterloo, pisó cadáveres, soportó el estruendo de los cañones y rozó a Napoleón
sin reconocerlo, pero nunca supo quién había vencido en la batalla. Lo vio todo
y no vio nada. Los árboles le ocultaron el bosque.
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