Pablo Picasso, artista más copiado del siglo XX “Los malos artistas copian, porque los buenos se adueñan”
A Guy Debord le gustaba
ser notario de la mentira y sepulturero
de la verdad dentro de un mundo
invertido. Lo verdadero solo sería un
espejismo de lo falso. A las pruebas me remito, el tiempo ha afianzado su
deseo. ¿Cuándo fue, no obstante, de otra
manera? Que la falsificación sofisticada y a gran escala haya alcanzado
nuestras tierras hiperbóreas no viene más que a corroborar su cumplimiento
universal.
Los tres músicos perdieron valor de las muchas veces que fueron copiados |
Desde sus orígenes, ya
se tramaba la historia cultural de Occidente, en función a la bifurcación esencial
entre verdad y mentira, o en la polaridad de lo auténtico frente a lo falso. Si
ya Platón nos avisara de los peligros de la mentira pictórica y poética,
queriendo expulsar del ejercicio intelectual los sofismas engañosos e
interesados de su tiempo, debemos reconocer que buena parte de la historia de
la civilización se teje en torno a este repudio y condena de lo que
-interioridad no deseada o mero, aunque productivo, parásito- se entendió,
según los grados, como mímesis degradada, copia, simulacro o vil falsificación.
Sin embargo, no siempre ha sido así y justo es
reconocer que, como apuntara el socarrón de Paul Morand, la palabra
auténtico probablemente la hayan inventado los falsarios de la verdad. Y que,
entrando en el dominio de lo falso, penetramos en un equívoco territorio que,
si lo interrogamos, pone también en cuestión algunas ideas y valores
fundamentales y fundadores de nuestra cultura. Entre ellas, las del propio
conocimiento y el aprendizaje, sustentados, como supo ver ya Aristóteles, en la
imitación y la copia. O el valor -político, propagandístico, heurístico,
constructivo y conformador, en suma- de la reproducción, y de la
reproducibilidad misma. También, y no es menor la cosa, lo que debamos entender
por experiencia estética. Incluso, por qué no, el valor creativo y progresivo
que a veces el falso o el plagio han poseído: sin los versos de Ossian, que
Goethe admiró, el Romanticismo tal vez hubiese sido otra cosa. Y con los trozos
del madero de la cruz podría desplegarse -dicen- un puente casi tan grande como
para unir al menos las dos orillas del canal de la Mancha. Más allá existen
también otros valores, transgresivos, edípicos, paródicos, identitarios, que el
propio proceso de la copia y la falsificación ponen en juego, a menudo con una
turbia y fascinante mixtura de admiración y profanación. Solo se copia o
falsifica lo que se desea, lo venerado por una comunidad que es, en definitiva,
la que establece las fronteras entre lo original o auténtico y la copia o lo
falso. La que es capaz también de desplazarlas. Y, notémoslo, aquello que más
se copia es lo que lleva el ribete de lo más personal y auténtico: Van Gogh, el
expresionismo abstracto americano, Dalí, Baceló, Miró y otros.
Dijo Pablo Picasso,
“Los malos artistas copian, porque los buenos se adueñan”. He ahí el artista
más copiado del siglo XX. Su sombra es tan alargada y medusea que muchos
creadores han quedado enterrados bajo ella. Pero él también hizo del robo
estético una particular forma de poética. Acaso, como algunos sospechan, por su
falta de ideas personales. Las cosas que hizo Warhol, su propia maquinización
en serie del proceso artístico, en otros tiempos no hubiesen pasado la censura
platónica, aunque mucho habría que decir de los talleres de los maestros
antiguos. Y qué decir de esos artistas Pierre Menard, por expresarlo a la
manera de Borges, que habitan, literalmente, en la letra de otro autor,
siguiéndola al pie. Ese cuento bien parece una profecía autocumplida de nuestro
destino de confusas y deletéreas -o líquidas- identidades.
La dama verde. Pintura
más copiada del mundo
Apropiacionismos o
alejandrinismo posmodernos que, desde luego, los modernos más estrictos con
todo su ego a cuestas no hubiesen tolerado ni comprendido, pero que el propio
Debord practicó, con suma destreza y provecho, en su citacionismo
situacionista. Un modo particularmente intenso de rebajar las ínfulas
autoriales, y de practicar esa idea tal vez utópica de una poesía hecha por
todos, al tiempo que desviaba locamente, políticamente, los sentidos del texto
citado. Lo mismo podría decirse de los juegos oulipianos y del propio Perec,
tan sensible en este asunto que le concernía personalmente, hasta el punto de
identificarse en su juventud, y no sin vértigo, con la figura del falsario
(léase su novela El condotiero). Es cierto, los caminos de la vanguardia a
veces se cruzan con los de la tradición más ancestral, la que gustaba del
centón, y de la ensalada de trozos de corta y pega. Pues ambos, en cierta
manera, adelgazan la importancia, tan inflada, tan interesada, tan reciente,
del yo autorial, a favor de otros menesteres más trascendentes, más resistentes
al paso de los hombres. En fin, menos efímeros, como, qué se yo: el lenguaje,
la forma, la tragedia, el desnudo, dios.
¿Cuál es la pintura original de Leonardo Da Vinci?
Por desgracia, este
asunto de la falsificación y el simulacro solo interesa por su evidente peligro
crematístico. Al meterse de rondón, como los pretendientes de Ulises, en el
centro del reino, desestabiliza peligrosamente todos los valores que sustentan
al propio reino, y a todos los cortesanos. No siendo este asunto de interés
menor, por sus evidentes connotaciones simbólicas, me parece de lo más vil
desatender todas las sugerencias criminales y maravillosas que la existencia del
falso y del simulador plantean para nuestra cultura. Que el dinero no huele
pero todo lo mancha es algo que también la historia de la falsificación nos
enseña, pero tan solo cuando ella, obscenamente, se desenmascara o pone al
descubierto. Las malas falsificaciones están en los juzgados y las buenas
“falsificaciones” en importantes museos.
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