La operación donde se aprehendió a Guzmán Loera
tuvo lugar cerca de las 4:30 horas, cuando se desató un enfrentamiento que dejó
a cinco narcotraficantes muertos y a seis detenidos, de acuerdo con un
Por qué fue tan difícil atraparlo
Desde su fuga del penal
de máxima seguridad de Puente Grande en 2001, pero sobre todo después de la
muerte de Osama Bin Laden, Guzmán Loera se convirtió en el hombre más buscado
por parte de Estados Unidos.
El narcotraficante que
había escapado en julio de una cárcel de máxima seguridad ha sido capturado
este viernes, según informó el presidente Enrique Peña Nieto en Twitter
La persecución ha
llegado a su fin. El Chapo ha sido detenido. Joaquín Guzmán Loera, el mayor
narcotraficante del mundo, el hombre cuyas fugas han humillado a la República
de México y cuya historia ya forma parte de la leyenda criminal, ha caído en
Sinaloa, su tierra natal, a manos de comandos de la Marina. Su apresamiento,
cuyos detalles aún son muy confusos, llegó, según fuentes oficiales, tras un
enfrentamiento en el que murieron cinco personas, supuestos integrantes de su
último cinturón de seguridad. Vivo y sometido, México se enfrenta ahora al reto
de encerrar o extraditar al capo que desde hace décadas no ha dejado de
burlarse de la justicia.
Con su captura,
oficializada por el presidente Enrique Peña Nieto con un eufórico mensaje en Twitter
–“Misión cumplida: Lo tenemos”–, se pone fin a una gigantesca operación de caza
y captura iniciada el de 11 julio pasado cuando el líder del cártel de Sinaloa
se escapó por un túnel de la cárcel de máxima seguridad de El Altiplano. Su
inexplicable fuga dejó en ridículo al Gobierno, hizo trizas su discurso de
seguridad y le situó ante el mayor reto de su mandato: volver a encerrarle. Ese
objetivo se cumplió la madrugada del viernes en la ciudad de Los Mochis, en
Sinaloa. En un inmueble de la localidad irrumpieron los comandos de la Marina y
dieron con el capo. El Gobierno no aclaró si los muertos se registraron en esa
operación o en alguna conexa, pero fuentes oficiales vincularon ambos hechos.
El cerco en torno al
líder del cártel de Sinaloa se había estrechado en los últimos meses. Ya a
finales de julio logró escabullirse en Los Mochis y en noviembre de un rancho
de la Sierra Madre. En ambas ocasiones, se fugó en el último momento, sin
apenas retaguardia e incluso resultando herido. A cada salto, su leyenda se
agigantaba. Pero su caída era vista por la cúpula de las fuerzas de seguridad
como una mera cuestión de tiempo. Y de honor. En su captura, el presidente de
la República había empeñado su palabra y movilizado a miles de soldados,
policías y agentes de inteligencia. Estados Unidos se había sumado a la
persecución. Los servicios secretos no tenían otro objetivo. Tampoco la cúpula
de seguridad. El duelo era histórico. De su resultado dependía la credibilidad
de un Gobierno entero.
Desde un principio, la
búsqueda se centró en Sinaloa, en el denominado Triángulo de Oro. A esta
agreste zona, donde El Chapo cuenta con apoyos casi feudales, fueron
desplazados los cuerpos de élite de la Marina. Curtidos en la guerra contra el
crimen organizado (100.000 muertos y 25.000 desaparecidos desde 2006), sus
unidades son de las pocas que cuentan con la confianza plena de Washington. Una
valía que quedó demostrada en 2014 con la detención del escurridizo capo,
también tras varios intentos fallidos.
La elección de Sinaloa
como escondite no fue casual. Sabedor de que el presidente, profundamente
herido, iba a desatar una implacable operación de caza, el narcotraficante
decidió refugiarse en su lugar de nacimiento. Un territorio donde la delación
se paga con la muerte. Por eso, nada más huir de la prisión del El Altiplano,
Guzmán Loera, de 57 años, fue trasladado en avioneta hasta su tierra. Sin
estaciones intermedias. Primero a las montañas de Sinaloa y luego a las
pequeñas ciudades bajo su control. Movido por la imprevisibilidad, apoyado por
un ejército de sicarios y dueño y señor del suelo que pisaba, muchos
consideraron que su captura jamás sería posible. O que en el caso de lograrse,
vendría en un ataúd de balas.
Ninguno de estos
vaticinios se ha cumplido. En la madrugada del viernes, el mayor
narcotraficante del planeta, ha sido apresado. Ahora faltan los detalles. Pero
su caída, sin duda, representa una victoria política para Peña Nieto.
Debilitado por la
tragedia de Iguala y una sucesión de escándalos de corrupción, la huida de El
Chapo había dejado la figura presidencial malherida. Sus índices de popularidad
rozaban mínimos históricos y una de sus mayores bazas, la política de
seguridad, se había convertido en papel mojado. La sucesiva caída de grandes
capos lograda durante su mandato quedó pulverizada de la noche a la mañana con
la incomprensible huida de Guzmán Loera. El golpe no sólo puso en duda el
sistema penitenciario, sino la propia confianza en el Gobierno. Sin apoyos
dentro del poder, era imposible que se hubiera dado la fuga. La mancha de la
sospecha, en un país donde las teorías de la conspiración son moneda común, se
ha extendido durante todos estos meses hasta las más altas instancias. Con la
detención del narcotraficante, la iniciativa vuelve a estar del lado de Peña
Nieto. “México recupera su confianza y demuestra que sus instituciones están a
la altura”, declaró este viernes.
Logrado el objetivo, el
presidente tiene ahora que decidir si vuelve a encerrarle o permite su
extradición. Un dilema envenenado. En el caso de se quede en México y se escape
de nuevo, no habrá salvación posible para él ni su partido. Y si lo envía a
Estados Unidos, reconocerá que la República no posee la solidez suficiente para
encerrar y juzgar a su mayor narcotraficante. Caído El Chapo y recuperado el
orgullo perdido, esa es ahora la gran cuestión.
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