En Cataluña, una secta de fanáticos, están acorralando a la justicia.

Una banda de corruptos catalanes comandados por Jordi Pujol y su lacayo, Artur Mas, practican el esoterismo político a  fin de ganar tiempo y destruir pruebas del saqueo dinerario de las arcas catalanas, conjuntamente, con otras sectas rabiosas y cargadas de odio a todo aquello que huela a España. Sin saber que ellos, de cuna, por derecho y ahora por cojones son españoles y ya sin privilegios. 

Es lamentable que a Cataluña se le tenga que aplicar el Artículo 155 de la Constitución: Artículo 155, 1.- Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general. 2.- Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas. Todo esto  significa que el Gobierno central tendría que mandar en la Generalit. Que en pleno siglo XXI, cuando el mundo lleva varias décadas inmerso en un proceso de globalización que no parece tener fin y Europa, casi sesenta años construyéndose como unión política, haya en Cataluña varios partidos y dos millones de electores obsesionados con la independencia de un territorio de siete millones y medio de habitantes, constituye un auténtico dislate. 

Que los dirigentes de esos partidos estén empeñados en marchar hacia la independencia pasándose la Constitución y las leyes por el arco del triunfo convierte ese dislate en una insoportable pesadilla. Que, en fin, los máximos responsables del uno y de la otra desprecien el hecho evidente de que actúan contra la mayoría del pueblo catalán resulta sencillamente monstruoso.

Pero, permítanme subrayarlo, nada de lo apuntado constituye, contra lo que pudiera parecer a simple vista una obviedad, la gran anomalía del desafío secesionista catalán. No señor: lo verdaderamente alucinante de la locura en la que estamos metidos de hoz y coz es cómo ha podido llegar a instalarse en buena parte de la sociedad española -y, de un modo muy especial, entre muchos de sus intelectuales, profesores y, en general, gentes del mundo de la cultura- la idea de que quienes tienen que cambiar de posición urgentemente no son los que han puesto patas arriba la convivencia y el cumplimiento de la ley en Cataluña, sino quienes tratan de garantizar el respeto al Estado de derecho y a la pluralidad interna de la sociedad catalana.

¿O no resulta, además de sorprendente, escandaloso, que los que carecen de la mayoría social que imaginaban puedan proclamar un día sí y otro también su intención de seguir violando y desobedeciendo las leyes, hasta el extremo de estar dispuestos a llevar a cabo una declaración unilateral de independencia, mientras que los responsables del Estado que vienen obligados a impedirlo deban soportar ser calificados como inmovilistas, enemigos del diálogo e irresponsables en cuanto se atreven a sugerir las medidas que están dispuestos a adoptar para impedirlo, que no son otras que las previstas en la Constitución y en las leyes que a todos nos obligan?



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