Los votantes hemos matado a la democracia. Los políticos, la llevan a enterrar.

 


Por qué precisa empezar una meditación sobre la crítica a la democracia justificando su necesidad?; ¿acaso no pertenece a la esencia de la democracia alimentar en su seno la reflexión sobre sus alcances y sus límites? En la compresión de término medio de nuestro tiempo ha venido a ser una especie de dogma social y político, tanto entre los entendidos como entre los ciudadanos en general, que el mejor régimen de gobierno para un pueblo es el democrático. O dicho de manera más directa: hoy se da por sobre entendido que todo pueblo, sin excepción, ha de gobernarse democráticamente; y a la exigencia de democracia se la representa conforme a unas imágenes muy determinadas, mediadas por los países cuyos gobiernos son dominantes en términos políticos y, sobre todo, económicos. El carácter dogmático de la creencia en la democracia merece ser criticado, puesto en tela de juicio, explorado en sus límites y sus alcances. ¿Es verdad que la democracia es el mejor régimen de gobierno que un pueblo puede darse?; ¿cuáles son las razones para sostener esta tesis?; ¿es verdad que los países que se precian de ser tenidos como los más avanzados de occidente son democráticos?; ¿es verdad que los países que se presentan ante la comunidad internacional como países con gobiernos democráticos consolidados, o en vías de consolidación, están preocupados porque sus sociedades vivan bajo un régimen que procure de forma permanente el bien de sus ciudadanos, de manera que buscan lo bueno y lo justo para todos, tal como debiera ser en toda democracia?; ¿en qué medida puede decirse que España es un país democrático?

 

Hay un abismo de diferencia entre la democracia de la antigua ciudad griega, horizonte del pensamiento de Aristóteles, cuya filosofía política nos sirve de referencia para esta meditación, y la democracia de los estados modernos y contemporáneos, en virtud de las circunstancias históricas de las diversas épocas. Sin embargo, un principio que está en la base de ambos intentos es más o menos el mismo: que no sea un sólo individuo, o un grupo de individuos, el que tenga el poder de gobernar a la población de manera permanente, sino que el poder de gobernar esté en todos los ciudadanos, en el pueblo. Es el principio que llamaré de la κοινονία. Otro principio, que también está en la base, dice que el régimen de gobierno debe generar las condiciones para que los ciudadanos tengan una vida buena y justa de manera permanente. Es el principio de ‘la vida permanente’.

 

La democracia moderna, rescatando los ideales y la experiencia de las antiguas ciudades-estado griegas, fue abriéndose paso, mediante luchas de ideas, luchas sociales, revoluciones y cruentas guerras, contra las monarquías, las tiranías y las oligarquías que gobernaron por siglos a los pueblos de Europa. Estas luchas continúan en la actualidad, de maneras diferenciadas, en distintas regiones y países del mundo. La democracia no es, de ninguna manera, un ideal cumplido. Y no lo será jamás, porque pertenece al ámbito de las acciones humanas, de la πράξις, es decir, al ámbito de lo que no se hace de una vez y para siempre, sino de lo que ha de hacerse cada vez, en el mejor de los casos, desde las posibilidades en las que nos van instalando las experiencias anteriores. Ni la democracia ni ningún otro régimen es un fin en sí mismo, sino más bien un medio puesto al servicio de la comunidad humana. La idealización de la democracia griega es un asunto moderno; los antiguos griegos no vieron en este régimen el ideal de la vida comunitaria. Ni para el Platón de la República y las Leyes, ni para el Aristóteles de la Política y La constitución de Atenas es el régimen de la democracia el ideal a lograr en el gobierno de un pueblo. El ideal era la εὐδαιμονία de los seres humanos, y un régimen social y político justo que la posibilitara.

 

La crítica a la democracia ha caído en nuestro tiempo, no pocas veces, en mera palabrería de niveles que no rebasan las habladurías y los chismes políticos, en discusiones y diatribas que no van más allá de los lugares comunes consagrados por la costumbre. Sin embargo, las enfermedades que aquejan a la democracia actual requieren un remedio radical, un logos deliberativo que cale en las raíces mismas de las cosas. El reconocimiento de los límites y alcances del régimen democrático precisa largos rodeos; este reconocimiento no se lo puede hacer de manera directa, inmediata, como si la democracia fuera algo en sí mismo y que, en consecuencia, no tuviera respecto de nosotros la gama de mediaciones que remontan históricamente, incluso, hasta la Grecia de Platón de la República y las Leyes,. En esta crítica a la democracia nos dejaremos acompañar por la reflexión filosófica de la Política de Aristóteles, no sólo por los motivos que haya de autoridad en una tradición que ha sorteado el paso de los siglos, sino sobre todo por motivos tópicos: la investigación sobre la democracia, sea en las figuras que tuvo en la antigüedad griega, o sea en las formas mucho más complejas de la modernidad y la actualidad, trae a cuenta una serie de intuiciones que aparecen en el estagirita relativas a la justicia, la libertad, la administración, la repartición de la riqueza, la educación, etc., que no sólo no han perdido actualidad, sino que se han vuelto aún más acuciantes. Sin embargo, la intención no es inscribir esta investigación en la recepción ortodoxa de la tradición aristotélica en lo relativo a la filosofía política, con todo lo enriquecedor que pueda ser un trabajo de este tipo, sino, con gran atención a los textos de la Política, mostrar algunos de los límites y alcances de la democracia tal como ha llegado a configurarse entre nosotros

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