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Siguiendo la ya tradicional costumbre del aparato judicial argentino de juzgar a los políticos cuando ya no están en el poder, después que el kirchnerismo perdió las elecciones el tema de la corrupción saltó de pronto a todas las primeras planas. Desde entonces, la gran acusación que se le hace a Néstor y a Cristina Kirchner es el de haber constituido, junto con varios más, una banda de corruptos que terminó convirtiéndose en una asociación ilícita constituida con el objetivo de robarle plata al Estado.
Pocas dudas caben de la existencia de los manejos ilícitos que han constituido lo esencial de la fortuna de los Kirchner aunque, si vamos al caso, muy pocos políticos, muy pocos sindicalistas y hasta pocos jueces resistirían una investigación a fondo. Pero pongamos las cosas en perspectiva en cuanto a la ex-familia presidencial. ¿Puede el patrimonio mal habido de los Kirchner explicar cosas como, por ejemplo, la pobreza, el estancamiento productivo, la desocupación, el desfinanciamiento energético, el desorden financiero, la inseguridad y el desastre educacional de la Argentina? Veamos un poco los números duros. Luego de haber dejado el poder, la fortuna declarada de Cristina y Máximo ascendía a unos 120.000.000 de pesos entre una cosa y otra. [1] Como soy tremendamente mal pensado (y no solo respecto de los Kirchner) yo a esa suma declarada no me la creo. En absoluto. Tanto como para alimentar la discusión ¿qué dirían ustedes? ¿Por cuanto la multiplicamos? ¿Por dos? ¿Por tres? Acuérdense de Seychelles, de los fondos de Santa Cruz y de varias otras cositas más. ¿Multiplicamos por cuatro? Voy a ser maldito. Voy a multiplicar por cinco. Ciento veinte millones multiplicado por 5 me dan 600.000.000 de pesos acumulados al cabo de unos 28 años [2]. Con lo cual incluyo en este período hasta el aumento patrimonial proveniente de los tejemanejes relacionados con la circular 1050 que le permitió a los Kirchner acumular unas 22 propiedades de personas que las perdieron porque ya no las podían pagar. Tengan, pues, en cuenta que estoy procediendo de un modo bastante arbitrario: no solo he multiplicado por 5 la supuesta fortuna de los Kirchner sino que, además, le he adjudicado arbitrariamente a los 28 años de presencia política el dinero proveniente de actividades privadas anteriores a su acceso definitivo al poder político. Con lo cual ¿qué tenemos? Tenemos que en 28 años los Kirchner habrían acumulado unos 600 millones de pesos. Eso daría unos 21.428.571,43 pesos por año en promedio. Casi 21,5 millones de pesos anuales. Nada despreciable, por cierto, para dos “abogados exitosos”. Ahora bien, el presupuesto nacional para el año 2015, el último de la gestión de Cristina, fue de 1.347.000.000.000 pesos. [3] Si se me ocurriera comparar ese presupuesto nacional anual con los casi 21,5 millones del ingreso anual de los Kirchner resultaría que, en 2015, la familia de los abogados exitosos se quedó con algo así como el 0,0016 % del presupuesto nacional. Al margen ahora de todas las consideraciones morales y legales, ¿alguien realmente cree que el robo del 0,0016% del presupuesto nacional puede llegar a hundir un país? Imagínese que Usted tiene 100.000 pesos y yo le robo 1,6 pesos. ¿Se consideraría Usted en bancarrota por culpa mía? Por supuesto, yo no dejaría de ser un ladrón con todo lo que eso implica, judicial y sobre todo moralmente. Pero Usted no dejaría de comer por la falta de 1,6 pesos sobre 100.000. ¿No le convence? Está bien. Quizás fui demasiado benigno al multiplicar por 5 el patrimonio declarado. Hagamos algo. Tomemos el doble, es decir: multipliquemos por diez. Ciento veinte millones por 10 dan 1.200.000.000. Dividido por los 28 años de poder político significan 42.857.142,86 de pesos por año. Pues bien, esta cifra representa el 0,0032% del presupuesto anual del año 2015. En esta proporción, si usted tuviera 100.000 pesos, yo le estaría robando 3,2 pesos. ¿Se declararía Usted en quiebra por eso? Y, por favor, no se confundan. No es para nada mi intención ensayar aquí una defensa de los Kirchner. De hecho, sería perfectamente inútil aunque más no sea porque son indefendibles. Solamente quiero poner las cosas en su justa perspectiva y salirle al cruce a la muy difundida opinión en cuanto a que el país está en una situación crítica porque los políticos de uno u otro partido “se robaron todo”.
Está bien; a los Kirchner habría que agregarle una larga, muy larga, lista de políticos, empleados públicos, sindicalistas, policías y hasta jueces que seguramente sucumbirían ante una auditoría de bienes, y no todos serían kirchneristas. Pero aun así me resisto a creer que la ruina del país se debe tan solo al latrocinio de unos cuantos cretinos. Esa corrupción hace daño, es cierto. Es plata robada a iniciativas que podrían hacer mucho bien a muchas personas. Pero la falta de esa plata, por si sola, no es lo que explica acabadamente la ruina del país. Porque la corrupción – la importante, la que está más allá del simple y específico robo personal – ocasiona mucho más daño que el que pueden causar unos cuantos políticos ladrones que roban para su propio bolsillo, o “para la corona” como decía José Luis Manzano. O para las dos cosas, que es el caso más frecuente.
Una de las cosas que dificulta la comprensión de la verdadera corrupción es la muy escasa visibilidad de las fuerzas que la impulsan, los operadores que la manejan y su verdadera relación consecuencial con muchos de los problemas que sufrimos. Justamente por eso hay que hacer el esfuerzo de entender el funcionamiento de las capas profundas de la corrupción en donde tienen lugar los procedimientos cuyas consecuencias se ven luego en la superficie.
“Corrupción” – más allá de sus significados específicos de soborno, cohecho, delito etc. – significa descomposición, putrefacción, depravación. En la mayoría de los casos se refiere a actos contrarios a la moral general, o a la ley específica, mediante los cuales alguien, a cambio de dinero o algún otro beneficio actual o futuro, le facilita a otro la obtención de un beneficio indebido. En el fondo y esencialmente una actitud como ésa significa que las personas involucradas traicionan la confianza depositada en ellas por la red de solidaridad y cooperación mutua que contribuye a mantener unida a la comunidad organizada. La traición a las normas escritas y no escritas del orden social se explica simplemente por el hecho de que, para las partes involucradas en la corrupción, esta traición a las normas es mucho más beneficiosa que su respeto. No menos obvio, sin embargo, es que en el largo plazo el beneficio de los pocos involucrados en la corrupción redunda en el perjuicio de los muchos afectados por ella y, en absoluto, que el respeto por las normas legales y morales es el único camino posible para garantizar al menos un mínimo de orden y estabilidad en todo el organismo político.
Roto ese respeto, ya no hablaríamos de corrupción implicando el robo de plata. Hablaríamos en todo caso de la corrupción entendida en su sentido profundo de descomposición, putrefacción, depravación, inmoralidad o anomia. Hablaríamos de las consecuencias de lo que hoy se entiende por regla general bajo el término de “corrupción” y que están bastante más allá de la apropiación indebida de algún dinero.
El problema de fondo es que la corrupción es una enfermedad contagiosa. Si la dirigencia un país se presta a sobornos, a la larga más de medio país cultivará el soborno como una práctica habitual. Desde el jefe de compras de la empresa que “arregla” una cotización, pasando por el funcionario público o privado que “agiliza” algún trámite y terminando en el policía que “negocia” una multa de tránsito a cambio de alguna “colaboración voluntaria” o garantiza una “zona temporalmente liberada” a cambio de una nada despreciable suma proveniente del narcotráfico o algún otro ilícito. Y cuidado porque la cosa también es válida al revés: una población que no respeta las normas morales y legales de la decencia y la honestidad, después no tiene mucho derecho a quejarse de que sus dirigentes sean corruptos. George Bernard Shaw sabía decir que la democracia es un dispositivo que garantiza que no seremos gobernados mejor de lo que nos merecemos. No sé si estoy completamente de acuerdo, pero que algo de esto hay no me cabe la menor duda.
Ahora bien, desde el punto de vista estrictamente político tampoco hay que perder de vista las relaciones de fuerzas y la básica amoralidad con que se mueven los operadores de la globalización. La esencia de esta red de relaciones es que el poder hegemónico de la plutocracia financiera que mantiene en estado colonial a los Estados-nación de su esfera de influencia permite discretamente que las dirigencias locales roben. Por supuesto: siempre y cuando simultáneamente toleren y hasta faciliten el saqueo de los bienes y de las fuentes de energía del país. De allí vienen luego esos dirigentes locales que blasonan de ser grandes proclamadores de la soberanía nacional y simultáneamente cometen el sincericidio de auto-describirse como “pagadores seriales” de unos préstamos que tomaron renunciando a la soberanía jurídica al aceptar la jurisdicción de los tribunales norteamericanos en caso de conflicto.
Si hablamos de corrupción y nos quedamos en las transgresiones locales jamás obtendremos un cuadro ni siquiera medianamente completo. El imperio anglosajón dominante, impulsado por una plutocracia que no por discreta es menos efectiva, está chocado contra grandes dificultades desde hace por lo menos un cuarto de siglo. Todavía es cierto que sus principales rivales potenciales – Europa Oriental, Rusia y China – en sí mismos y aislados, quizás no estén aun en posición de representar una amenaza imbatible. No menos cierto es, sin embargo, que en las últimas dos décadas parecería estar formándose un sistema de cooperación entre estos organismos políticos y eso es algo que está poniendo poco menos que histéricos a los grupos de presión financieros. El imperio plutocrático simplemente no tiene con qué hacerle frente a un “puente terrestre” entre Europa y el Lejano Oriente al cual en muy poco tiempo se agregarían – aunque más no sea estratégicamente – muchos de los principales afectados por el sistemático saqueo del imperialismo financiero.
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