Hace años, el independentismo era negocio próspero, para los
saqueadores del lugar que transfirió mucho dinero público a los bolsillos
privados, y revistió a líderes y prosélitos de una audacia y una brillantez
oratoria que parecían exentas de riesgo y sacrificio. Sin ir a bucear a los
sentimientos patrióticos que el procés manipuló a su antojo, debemos admitir
que parte de ese independentismo exhibicionista y soberbio estaba lubricado con
dinero, y que, vista la prodigalidad de las instituciones, todo el mundo tenía
claro que ¡tontorrón el último! Si un catedrático o un juez sostenía que las
constituciones son papel mojado, que su función es ser interpretadas, y que con
voluntad política se puede llegar a cualquier destino, siempre se le premiaba
con... ¡pasta a discreción! Si un jurista dictaminaba que el 155 era una
jaculatoria franquista, y que la UE nunca toleraría su activación... ¡más
pasta! Si un profesor descubría que el paraíso terrenal estaba en el Penedés,
que la Biblia fue escrita en catalán o que el primer Estado moderno lo fundó
Wilfred el Pilós... ¡pasta gansa y fama de investigador! Si un periódico de
vanguardia se instalaba en la posverdad, y convencía a sus lectores de que
Extremadura lleva tres siglos expoliando a Cataluña... ¡pasta que te crio! Y si
una ONEG explicaba que todos los pobres que hay en Cataluña son españoles, o
que en Cataluña no hay libertades, ni elecciones, ni justicia independiente...
¡más pasta!
Pero lo más importante era que la pasta iba unida a los
honores. Cualquier pilo podía exhibirse -al estilo del diputado Gabriel Rufián-
en telediarios, universidades, diarios europeos y púlpitos catedralicios,
recibiendo del Estado una pasta gansa para poder hacerlo. Y cualquier figurín
tenía títulos para ponerse al frente de embajadas ilegales, institutos
identitarios y comités domesticados, recibiendo por ello... ¡mucha pasta! Iban
elegantes, con gafas imposibles, y haciendo postureo. Y, ¡solo por eso!,
obligaron a muchos intelectuales mesetarios y acomplejados a exigir hablar por
hablar, a decir que la política solo se puede tratar desde la política, a
insinuar que el bilateralismo lo ganaron con la historia y a tratar como algo
genial el mantra insufrible de que la culpa de todo lo que ocurre la tiene
Mariano Rajoy, que viste clásico, habla castellano y es inmovilista. Y también
estos recibieron, por vías inescrutables... ¡mucha pasta de Dios! Pero llegó la
aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que también despertó a
la Justicia, y se acabó la impunidad existente hasta ese momento. Con la
impunidad se acabó la pasta. Y sin pasta se hundió la afouteza. Los
catedráticos, letrados y periodistas, al olor de la escasez, recuperaron
vergüenza y sentido común. Y el castillo de naipes empezó a derrumbarse. Los líderes
dimiten. El postureo aburre. Y la Constitución ya no es tan interpretable. Los
españoles ya no estamos obsesionados con el procés y hasta es posible que la
líder de Ciudadanos en Cataluña, Inés Arrimadas, sea presidenta. Y todo porque
-¡quién nos lo iba a decir!- se acabó la pasta gansa y mansa.
juanpardo15@gmail.com
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