Carles Puigdemont está
haciendo una purga que ha llevado en su Gobierno, teledirigida por Junqueras,
para encarar sin dudas ni vacilaciones la recta final del referendo ilegal del
1-O, muestra a las claras el desvarío del desafío independentista.
¡Al “honorable” ya ni
siquiera le sirven figuras representativas de su propio partido, también
independentistas, pero no prestas al suicidio! En lugar de recapacitar y darse
cuenta de que algo va muy mal cuando se tiene que desprender de algunos de sus
consejeros, vuela todos los puentes, se entrega en brazos de ERC y sigue
adelante, soltando lastre. Con este golpe interno, Junqueras ha querido dejar
claro que quien manda es él y que en este viaje no va a permitir disidencias ni
tibiezas ni cobardías ni tiquismiquis legales.
A quien no le interese a su
casa. Los que se queden en el barco deberán asumir hasta el final las
consecuencias penales e incluso patrimoniales que conlleva organizar el
referendo. Puigdemont se ha convertido ya en un kamikaze dispuesto a inmolarse
a sí mismo y a cuantos le acompañen en su disparatado pulso que solo puede
terminar en desastre.
No le importa saltarse la
ley, dividir de forma irreversible a la sociedad catalana, a la que lleva
irremediablemente a un callejón sin salida, destrozar a su propia formación
política y ser una marioneta de Junqueras. La fractura social y política que ha
provocado el procés ha alcanzado de lleno a la antigua Convergència, que se
encuentra a la deriva, en estado de descomposición, camino de ser engullida por
los republicanos. Lo cierto es que Puigdemont nunca ha estado dispuesto a
negociar. Su posición invariable desde el principio ha sido referendo o
referendo. Todo o nada. Un fracaso.
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