El pujolismo es el
proyecto político de sectores de la burguesía, pequeña burguesía y clase media
de renta alta, así como de componentes importantes de la Iglesia en Cataluña,
que intenta movilizar a amplios sectores de la sociedad catalana, incluyendo sus
clases populares, con el objetivo de alcanzar una cohesión multiclasista
alrededor del concepto de nación catalana, que definen como incluyente. Ni que
decir tiene que el pujolismo, como proyecto político, tiene muchos otros
componentes que han sido ampliamente debatidos en los medios de información.
Pero poco se ha escrito sobre las bases sociales más importantes e influyentes
que definen sus políticas bajo el manto nacionalista. Este tipo de
nacionalismo, por cierto, es distinto, incluso antagónico, al nacionalismo
español de las clases dirigentes en España (cuya expresión más acentuada está
reflejada en el proyecto político que podríamos definir como aznarismo).
Dar por supuesto que
será posible un nuevo Estado actuando como si Cataluña ya fuera un sujeto
soberano es el mayor engaño con que los soberanistas encandilan a sus fieles
La expresión como si ha
sido usada en filosofía para denotar aquellas hipótesis, ficciones o metáforas
ideadas por las teorías filosóficas (pero también por la religión e incluso por
la ciencia) para explicar ciertas realidades. Por ejemplo, concebimos la
materia como si estuviera compuesta de átomos, pensamos el yo como si fuera una
substancia, hablamos de la evolución como si se tratara de un progreso hacia
formas cada vez más valiosas. Ni los átomos ni la substancia ni el progreso son
realidades tangibles, pero nos sirven para explicar lo que percibimos como
real.
La política
nacionalista catalana tiene mucho de esa forma idealista de pensar. El
pujolismo ha sido una política del como si. Las famosas estructuras de Estado,
ahora básicas para llevar adelante el proyecto soberanista, no son una novedad.
Desde que Jordi Pujol accedió al poder, la Generalitat ha venido actuando como
si fuera un Estado y, desde esa ficción, ha ido constituyendo las estructuras
pertinentes. Un ejemplo es el de la televisión pública. Puesto que la concesión
por parte de la Administración española se hacía esperar, TV-3 empezó a emitir
en un marco de alegalidad hasta que la autorización se hizo firme. No sabemos a
ciencia cierta si Cataluña es una nación, pero todas nuestras instituciones son
nominalmente “nacionales”. Tenemos dos lenguas oficiales, pero sólo el catalán
es utilizado por la Generalitat como lengua propia. Cataluña no es un Estado
independiente, pero muchos ayuntamientos catalanes exhiben la estelada como
única enseña del país. Poco a poco y como quien no quiere la cosa, la
Generalitat se ha ido dotando de estructuras que no sólo acrecientan
considerablemente el gasto público, sino que han jugado un papel decisivo en la
potenciación del imaginario colectivo que ha cultivado el sentimiento nacional.
Ahora, con el proyecto
independentista, la creación de estructuras de Estado ha venido a ser el
objetivo imprescindible para la constitución real de un Estado propio. Y ahora
más que nunca se quiere seguir actuando como si el Estado catalán ya fuera una
realidad. En el ámbito de la filosofía, el idealismo no es problema. Pero la
política no puede situarse en mundos ficticios. Tiene que lidiar con la
realidad pura y dura si se propone transformarla.
No entenderlo es
persistir en el círculo vicioso en que parece encontrarse el movimiento
independentista. A saber: para poder constituirse como un Estado propio,
Cataluña debiera ser ya un sujeto soberano, pero no podrá serlo hasta que tenga
un Estado propio, es decir, hasta que alguien autorice ese cambio. Si el 27-S
hubiesen los independentistas, no servirá de nada ir construyendo nuevas
estructuras de Estado si estas son sucesivamente recurridas ante el Tribunal
Constitucional y dejadas en suspenso. Con razón empiezan a decir ahora desde
Junts pel Sí que las nuevas estructuras de Estado se crearán pero no se
activarán hasta que se consiga la independencia. Ahora que la cosa va en serio,
no se puede seguir actuando como si ya fuéramos un Estado. Primero hay que
conseguir tener un Estado. Para lo cual hay que negociar. Negociar
internamente, pues la CUP, decisiva para conseguir mayoría absoluta, es
partidaria de declarar la independencia sin encomendarse a nadie. Son los
únicos que ven claro que o Cataluña negocia con el Estado español desde una
posición de igualdad —dos Estados soberanos— o saldrá perdiendo en la
negociación.
Dar por supuesto que
será posible poner en pie un nuevo Estado empezando a actuar como si Cataluña
ya fuera un sujeto soberano, simplemente porque el bloque soberanista ha sido
capaz de formar Gobierno, es el mayor engaño con que los grupos soberanistas
han encandilado a sus fieles. Ningún Estado se convierte en soberano sin el
reconocimiento explícito de quienes tienen poder para otorgar el
reconocimiento. Para recabar el reconocimiento hay que negociar. Incluso en el
caso de que el resultado de las elecciones diera una mayoría rotunda en votos a
los grupos soberanistas, la negociación sería imprescindible. Negociar es el
antídoto de hacer como si la independencia ya fuera un hecho. Se ha empezado a
construir la casa por el tejado. Como decimos en catalán, los independentistas
han tirat pel dret, sin miramientos y sin atenerse a las reglas del juego.
Volver a empezar, o tomarse más tiempo si el proyecto persiste, será
irremediable. Será, además, la ocasión de rebobinar y emprender una vía —la
única posible— que consiga mejoras para las finanzas catalanas, un
reconocimiento satisfactorio de la singularidad catalana y un reconocimiento
explícito de la pluralidad de posiciones en Cataluña.
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