Cada
vez que, de una manera pública, Pedro Sánchez invoca y asegura que
todas sus acciones se hallan dentro de la Constitución queda flotando en
el aire un agudo aroma de cinismo. Y nadie lo ha expresado mejor que
uno de sus turiferarios que escribió como loa que una de sus
características que lo definen es que «no se siente concernido por sus
palabras, sino por sus objetivos». O sea, que diga lo que diga da lo
mismo, hará lo contrario, como hemos visto a lo largo de su trayectoria,
desde que tener cerca a Podemos le quitaba el sueño, nunca accedería a
la Moncloa, porque era incompatible con sus principios, con el apoyo del
independentismo o aquello del «no es no y nunca es nunca» en cuanto a
pactar con Bildu. Pedro Sánchez asevera que las decisiones dentro de su
partido se toman colegiadamente. Es más, en enero de 2015, en un foro
público afirmó que las posturas del partido ya no las decidían entre
cuatro.
Cabe preguntarse en qué programa electoral del PSOE figura la
amnistía, qué órgano colegiado del partido la ha aprobado, en qué
ponencia o resolución de sus congresos fue tratado el asunto, o qué
resolución de su ejecutiva o de la comisión federal ha aprobado,
propuesto o debatido este asunto, cuyas decisiones ya no se toman entre
cuatro. El PSOE dejó el voto contrario a la amnistía, cuando el asunto
fue planteado en el Congreso por los consocios de Sánchez. Pero el caso
avanza por la pura y simple necesidad de que es el precio que sus
consocios actuales y futuros le marcan para que Sánchez pueda seguir
subiendo al Falcon.
Y
en este trance, como hay que buscar perchas para colgar la amnistía,
que es precio de negocio entre tratantes, ni siquiera tienen el decoro
de no decir memeces: la ministra de Educación y Formación Profesional en
funciones y portavoz del PSOE, Pilar Alegría, ha afirmado que las
negociaciones con los grupos parlamentarios para la investidura del
candidato socialista, que incluye la amnistía, «avanzan de manera
razonable». Y dice que la amnistía a los implicados en el «procès» no
solo la piden los independentistas, sino varias fuerzas políticas, que
suman en total «57 diputados», o sea, una amplia mayoría a la que el
PSOE debe ser sensible. ¡57 de una cámara con 350, y casi la mitad en
contra.
Pero,
como le advierten a Sánchez ERC y Junts, la amnistía no es puerto de
llegada, sino estación intermedia de lanzamiento hacia la otra e
irrenunciable meta, el referéndum de independencia. Y para eso ya tienen
apoyos. No dudan en tergiversar el contenido del artículo 92 de la
Constitución, donde entienden que se puede encajar el referéndum
consultivo que es como llaman ahora al de la independencia. El artículo
92.1 CE que dice que «las decisiones políticas de especial trascendencia
podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos.
El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del
presidente del Gobierno, previamente autorizado por el Congreso de los
Diputados». Dice «todos», y todos es todos. No una parte, como algunos
quieren decir, limitando la consulta a quienes, insisto en ello, tengan
vecindad civil en determinadas parcelas del territorio nacional. Como
señala Oliver Araujo (Cfr.Oliver Araujo, Juan: «El Referéndum en el
sistema constitucional español» en Cuadernos de la Facultad de Derecho,
15 (Palma de Mallorca, 1986), págs. 95-148): «El referéndum consultivo
es figura interesante, tanto por sí misma como, sobre todo, por lo que
significa de nuevo intento de incorporar a una Constitución
eminentemente representativa algunas fórmulas de democracia directa».
Y
pese a la claridad del artículo citado, entienden que el Gobierno
pudiera celebrar un referéndum limitado a la población de Cataluña. Me
pregunto si, salvo ejercicio de física recreativa, alguien puede
sostener razonadamente que el 16 por ciento de la población española
pueda decidir si es preciso proponer, exigir o imponer, que es el
término más adecuado, la reforma de la Constitución, para desmontar el
Estado tal y como lo configura la de 1978 y proceder a habilitar lo que,
en todo caso, tampoco sería unánime criterio de los ciudadanos con
domicilio en Cataluña que forman parte de ese 16 por ciento de la
población. Pero jugando a su gusto con nuestra Carta Magna, ya vemos que
algunos la proponen y amparan la celebración de un referéndum
(disimuladamente deliberativo), cuando es obvio que los referenda (que
es como se debe decir en plural) se hacen para algo, para que tengan
consecuencias y efectos en su aplicación y no un mero ejercicio de
consulta sin consecuencias. La consecuencia de lo que se proponen es una
medida, cuyos efectos alcanzarían al otro 84 por ciento de los
españoles, espectadores ajenos de lo que decidieran ese otro 16 por
ciento por si solos.
Señala
Oliver que el aspecto «más importante y a su vez más problemático que
plantea el referéndum sobre decisiones políticas del artículo 92 es el
de precisar el alcance y significado del término consultivo». O sea, que
esa es la cuestión y donde aparece el sentido común. Parece absurdo,
por decirlo de modo templado, que el futuro del Estado y la modificación
de la Constitución que lo define y sostiene lo decidan los avecindados
en una parte del territorio, la trampa subsiguiente es la pregunta.
¿Cómo se puede sostener una pregunta como la que se propone para que no
«todos» los ciudadanos se pronuncien sobre algo que afecta al conjunto, y
que en todo caso deberían ser consultados? De la pregunta ya circulan
varios modelos, pero todos llevan al mismo sitio: el modo de que
Cataluña deje de ser parte de España.
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