El catalanismo ha muerto. A veces hay que ser prudente de palabra y obra, tener máxima contención verbal en lo que escribo,
porque la exaltación es fácil, pero no aconsejable a menos de una semana de las
elecciones. Durante los últimos dos meses, aquel paisaje idílico que llegó a
llamarse «oasis catalán» ha degenerado en una selva de comportamientos que
situaron a multitud de personas fuera de la ley. Acciones presuntamente
delictivas se convirtieron en una práctica habitual. No hablo de toda Cataluña,
naturalmente. Ni siquiera de la totalidad de su clase política.
Hablo de su
último Gobierno y de aquellas instituciones que dependían de este Gobierno. Y
hablo a partir de hechos que todos hemos visto y de historias descubiertas por
la Guardia Civil. Si nos remontamos al referendo del 1 de octubre, encontramos
actuaciones que, si no fuesen políticas, parecerían propias de la delincuencia
organizada: fabricación clandestina de urnas; impresión de papeletas y
documentación electoral como si fuesen billetes falsos; ocultación del dinero
público gastado como si hubiera sido producto de atracos; conspiración con las
asociaciones cívicas para coaccionar a los poderes del Estado; y, todo eso,
coronado por una imagen que todos recordamos: el jefe de todos esos agentes
cambiando de coche debajo de un túnel para despistar al helicóptero de la
policía que lo seguía. Hace unos días se hicieron públicas algunas anotaciones
del número 2 de Oriol Junqueras, Josep María Jové, en las que narra reuniones
de alto nivel para la preparación y ejecución del procés.
Ahí sale el núcleo
duro de la conspiración, las formas de engañar al Estado, los riesgos que los
conjurados veían en el horizonte, el doble lenguaje que usan cuando hablan
entre ellos o cuando hablan en público, la ocupación de espacios, la colocación
de afines… Todo ello, en un clima de oscurantismo que recuerda al que nos
mostraban algunas películas del Chicago de los años 20. El juez que instruye el
caso, Pablo Llarena, tiene en esa libreta de notas una generosa base documental
para llamar a más gente a declarar.
Y lo último, los Mossos d’Esquadra: tenían
una división para espiar a dirigentes políticos de otros partidos. Cuando se
descubrió algo parecido en el ministerio del Interior (la famosa policía
patriótica), los nacionalistas reprobaron al ministro y provocaron su caída. ¡Y
ellos hacían lo mismo, con identidades falsas y técnicas de la guerra fría! Y
encima, fabricaban información y propaganda a favor de la secesión.
Y el
bochorno final: estaban tan seguros de que cometían una ilegalidad, que
intentaron quemar las pruebas. Esa es la «limpia ejecutoria» de una
administración pública. Pero no hable usted de eso a los votantes
independentistas. Si lo hace, le responderán: «si el Estado nos oprimía, era
lícito hacer algo ilegal». Y desde esos supuestos se disponen a votar.
Comentarios
Publicar un comentario