El Virrey de España, Pedro Sánchez, aun no sabe que las elecciones se miden, únicamente, con votos.

Las ánimas benditas del purgatorio socialista.
Se han perdido inútilmente siete meses. El coste ha sido grande. Pero ayer, por fin, España entró en lo que en cualquier otro lugar del mundo se considera la normalidad. Es decir, que tras unas elecciones en las que ningún candidato obtiene la mayoría absoluta, el más votado hable con el resto de partidos para tratar de llegar a un acuerdo que permita dotar de un Gobierno al país. La apertura de ese diálogo no garantiza que el proceso culmine con éxito ni impide que se llegue a un punto muerto en el que sea imposible avanzar. Pero la disposición a escuchar al menos los argumentos del otro y a exponer los propios es algo tan elemental, tan exigible a cualquier demócrata, que produce vergüenza ajena pensar que hasta ayer no se hubiera dado ese paso o que Pedro Sánchez siga negándose todavía hoy a hablar con ningún partido y pretenda irse a tomar boquerones a la playa como si la cosa, es decir, el futuro de España, no fuera con él.
Albert Rivera dio ayer un paso adelante. Aunque en lo que afecta a la investidura se mantenga en la abstención, hablará y negociará con el PP. Algo que deja aún más en evidencia la irresponsabilidad de Sánchez. «Si tú no puedes gobernar, ir a la investidura o tener mayoría, hay que permitir que alguien gobierne y el país se ponga en marcha», dijo ayer el líder de Ciudadanos. Ese discurso hace imposible que se mantenga hasta el final en la abstención si no quiere negarse a sí mismo. El único engranaje que permitirá que España se ponga en marcha es el sí de Ciudadanos en la investidura, que no es un cheque en blanco a Rajoy. Es obvio que el PSOE no podría bloquear a un candidato con 169 síes. Y que, en ese caso, o Sánchez rectifica o el Comité Federal socialista le obligaría a hacerlo.

Rivera sabe que no podrá mantener su órdago hasta el final, porque Sánchez es tan insensato como para forzar unas nuevas elecciones en las que Ciudadanos pagaría muy cara su complicidad en el bloqueo. De ahí el empeño del líder naranja en acabar con Rajoy. Pero, en ese aspecto, su discurso no se sostiene. Si considera, como dice, que el líder del PP no está «limpio» y por tanto es corrupto o cómplice la corrupción, lo que tiene que hacer es votar no a Rajoy, en lugar de abstenerse e invitar al PSOE a hacer lo mismo, porque eso implicaría que está facilitando, promoviendo y apoyando el Gobierno de un corrupto. Lo que sucede es, más bien, que a Rivera le interesaría mucho más llegar a un pacto con un PP que tuviera un liderazgo débil, de manera que su figura brillara más que la del novato que se pusiera al timón de Génova y de la Moncloa. Y, por eso, trata de presionar al PP con su abstención para que proponga otro candidato. Una posición que podría ser inteligente en términos estratégicos, pero que resulta impresentable en términos democráticos, porque hay ocho millones de españoles que han votado a Rajoy, y no a quien pretenda imponer Rivera. En todo caso, lo relevante es que, después de siete meses, España ha dado por fin un paso adelante.

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