Dice el viejo adagio
que los hechos no encajan en la teoría, cambia la teoría. Pero muy a menudo, es
más fácil mantener la teoría y cambiar los hechos, o eso es lo que parece creer
la canciller alemana Angela Merkel y otros líderes europeos partidarios de la
austeridad. Aunque los hechos siguen mirándoles a la cara, ellos continúan
negando la realidad. Tampoco es buena la teoría de a mayor déficit, mayor
gasto; esta es semiasesina para las clases medias –que ya no hay- y bajas.
Nunca ha fallado el
control del gasto, pero hay quienes dicen que la austeridad ha fracasado. Pero
sus defensores están dispuestos a cantar victoria sobre la base de la evidencia
más débil posible: la economía ya no se está hundiendo; por tanto, ¡la
austeridad debe estar funcionando! Pero si ese es el punto de referencia,
podríamos decir que saltar desde un acantilado es la mejor manera de bajar de
una montaña; al fin y al cabo, ya se ha dejado de caer.
Sin embargo, todas las
crisis llegan a su fin. El éxito o el fracaso, en consecuencia, no se debe
medir por el hecho de que la recuperación se haya producido, sino por la
rapidez con la que dicha recuperación se afiance y cuán extensos han sido los
daños causados por la caída.
Visto en estos
términos, la austeridad descontrolada ha sido un desastre total y absoluto,
desastre que se ha hecho cada vez más evidente a medida que las economías de la
Unión Europea se enfrentan una vez más al estancamiento, —si es que no se
enfrentan ya a la tercera recesión en siete años— con un desempleo que persiste
en niveles récord y, en muchos países, con un PIB real per capita (ajustado
según la inflación) en niveles que permanecen por debajo de los niveles
anteriores a la crisis. Incluso en las economías que han funcionado mejor, como
la de Alemania, el crecimiento desde la crisis de 2008 ha sido tan lento que en
cualquier otra circunstancia sería clasificado como pobre.
Los países más
afectados están en depresión. No hay otra palabra para describir economías como
la española o la griega, donde casi una de cada cuatro personas —y más del 50%
de los jóvenes— no puede encontrar trabajo. Decir que la medicina está
funcionando porque la tasa de paro se ha reducido en un par de puntos
porcentuales, o porque uno puede ver un atisbo de magro crecimiento, es similar
a que un barbero medieval diga que una sangría está funcionando porque el
paciente todavía no ha muerto.
Aún más preocupante es
el hecho de que la brecha se está ampliando, en vez de cerrarse (como sería de
esperar después de una crisis, cuando el crecimiento suele típicamente ser más
rápido de lo normal ya que la economía trata de ganar el terreno perdido).
En pocas palabras, la
larga recesión está reduciendo el crecimiento potencial de Europa. Los jóvenes,
que deberían estar acumulando habilidades, no lo están haciendo. Hay pruebas
abrumadoras de que dichos jóvenes se enfrentan a la perspectiva de que los
ingresos que alcancen durante su vida profesional serán significativamente
menores a los que habrían obtenido si hubieran entrado en el mercado de trabajo
en un periodo de pleno empleo.
Mientras tanto,
Alemania está obligando a otros países a seguir políticas que debilitan sus economías
—y sus democracias—. Cuando los ciudadanos votan en reiteradas ocasiones por un
cambio de políticas —y pocas políticas les importan más a dichos ciudadanos que
aquellas que afectan a su nivel de vida—, pero se les dice que estos asuntos se
deciden en otra parte o que no tienen otra opción, tanto la democracia como la
fe en el proyecto europeo se deterioran.
La Francia -socialista- votó a favor de
un cambio de rumbo hace tres años. A pesar de ello, a los votantes se les ha
dado otra dosis de austeridad proempresarial. Una de las propuestas más
antiguas en economía es el multiplicador del presupuesto equilibrado: aumentar
en sucesión los impuestos y el gasto público sirve para estimular la economía.
Y cuando los impuestos se dirigen a gravar a los ricos y los gastos se dirigen
a beneficiar a los pobres, ese multiplicador puede ser especialmente alto. Sin
embargo, el llamado Gobierno socialista de Francia está bajando los impuestos
de sociedades y reduciendo el gasto público, una receta que con casi toda
seguridad va a debilitar la economía, pero que recibirá los parabienes de
Alemania.
La esperanza es que los
impuestos más bajos a las empresas estimularán la inversión. Esta idea es un
auténtico disparate. Lo que está frenando la inversión (tanto en Estados Unidos
como en Europa) es la falta de demanda, no los altos impuestos. En efecto,
teniendo en cuenta que la mayor parte de la inversión se financia con deuda, y
que los pagos de intereses son fiscalmente deducibles, el nivel de impuestos
corporativos tiene poco efecto sobre la inversión.
Del mismo modo, se está
alentando a que Italia acelere su proceso de privatizaciones. Pero el primer
ministro Matteo Renzi tiene el sentido común de reconocer que la venta de los
bienes nacionales a precio de saldo no tiene mucha razón de ser. Son las
consideraciones a largo plazo, no las exigencias financieras a corto plazo, las
que deberían determinar qué actividades se producen en el sector privado. La
decisión debería basarse sobre de qué forma las actividades se llevan a cabo de
manera más eficiente, sirviendo de la mejor manera a los intereses de la
mayoría de los ciudadanos.
No siempre, la privatización de las
pensiones, por ejemplo, ha demostrado su alto coste en los países que han
intentado el experimento. El sistema de atención sanitaria estadounidense, en
su mayoría privado, es el menos eficiente del mundo. Estas son preguntas
difíciles, pero es fácil demostrar que la venta de activos públicos a precios
bajos no es una buena manera de mejorar la solidez financiera a largo plazo.
Todo el sufrimiento en
Europa —infligido al servicio de un artificio hecho por el hombre, el euro— es
aún más trágico por ser innecesario. A pesar de que se acumulan las pruebas de
que la austeridad no funciona, Alemania y los otros halcones han redoblado su
respaldo a dicha austeridad, apostando el futuro de Europa por una teoría
desacreditada desde hace ya mucho tiempo. ¿Para qué seguir dándoles más pruebas
de ese hecho a los economistas?
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