Los españoles acabaremos votando a nuestros corruptos, a nuestros propios asesinos, a quienes nos miente….
“La democracia es el
engendro del despotismo”, dijo Frazier, mientras discutía con sus invitados
acerca de las virtudes de su comunidad frente a los inconvenientes de un
sistema democrático (B. F. Skinner, Walden Two). No dejaba de tener parte de
razón. La democracia dejada a su aire, anegada en la suma y resta de voluntades
individuales, no constituye sino un error cuyo único principio rector se
asienta en que las decisiones se adopten de acuerdo con la regla de la mayoría,
con independencia de aquello que se decida. Si se entendiera de este modo, la
democracia no sería sino expresión del despotismo de la mayoría.
La única manera de evitar
los excesos del imperio de la mayoría, es la de establecer límites a su
ejercicio. Si bien, estos no pueden imponerse desde fuera a quien definimos
como soberano, el pueblo, pues si así se hiciera, dejaría de serlo. Este es el
primer problema con el que nos enfrentamos cuando hemos de concebir qué sea la
democracia y el punto central sobre el que la misma se constituye, la soberanía
del pueblo. Solo es posible evitar esa dificultad si fuésemos capaces de pensar
ese poder en términos normativos. Esto supone que el poder político,
especialmente el del gobierno, se diseñe de manera condicionada, lo que implica
que solo pueda actuar justificadamente por medio del derecho.
Cuando se tacha al
presidente del Gobierno de tu país como semileal, parece que se afirmara que
actúa de alguna manera al margen o frente al mismo derecho. Sin embargo,
nuestro presidente ha sido elegido democráticamente y de acuerdo con los
procedimientos establecidos por nuestra norma fundamental. Una vez celebradas
las elecciones, nuestra Constitución afirma que en los supuestos constitucionales
en que procede, el candidato a la Presidencia del Gobierno expondrá ante el
Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar
y solicitará la confianza de la Cámara. Si el Congreso se la otorgara, el Rey
ha de nombrarlo. La función del presidente consiste en dirigir la acción del
Gobierno que, a su vez, ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria
de acuerdo con la Constitución y las leyes. Así pues, el presidente encabeza el
poder ejecutivo que emana, como los otros dos poderes del Estado, el
legislativo y el judicial, del pueblo español, en quien reside la soberanía
nacional, cuya voluntad se expresa en las urnas por medio del ejercicio del
derecho de participación por parte de la ciudadanía. Asimismo, la propia
Constitución recuerda que el Gobierno ha de perseguir el interés general.
La prueba de la lealtad que
una persona o un partido tiene con un régimen democrático se encuentra en “el
compromiso público [que posee para] emplear medios legales a fin de llegar al
poder y rechazar el uso de la fuerza” (J. Linz, La quiebra de las democracias).
Por eso, se puede calificar a aquellos grupos políticos “que cuestionan la
existencia del régimen y quieren cambiarlo”, como oposición desleal. Esto
habría que entenderlo en consonancia con lo anteriormente afirmado, es decir,
que ese cambio de régimen se llevaría a cabo al margen de la ley e incluso
mediante el uso de la fuerza.
Sin embargo, Linz afirma que
el proceso de quiebra de la democracia no se explica solo por el papel que
desempeñe una oposición desleal, sino que también puede acontecer por el que
lleve a cabo una oposición semileal. Cuando trata de explicar qué es en lo que
consiste esa semilealtad de la oposición, considera que no solo cabe atribuirla
a la oposición, sino que también se puede predicar de los mismos partidos de
gobierno. Esto es lo que sucedería en el caso de que el presidente del Gobierno
hubiera conseguido “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un
Gobierno previo”. Además, se ahonda en esa semilealtad, cuando se muestra mayor
afinidad hacia “los extremistas”, que “con los partidos moderados”. Dice Linz que en estas circunstancias “la
sospecha de semilealtad es casi inevitable”. La consecuencia de los pactos con
fuerzas “que la oposición dentro del sistema percibe como desleales”,
conducirá, en su opinión, a la polarización.
Justamente, este es nuestro
caso, un Gobierno que se apoya en partidos desleales, con los que se encuentra
en una situación de mayor proximidad que con aquellos que defienden nuestro
sistema constitucional. Este proceder ha generado una sociedad absolutamente
polarizada. ERC, aunque no solo este partido, participó en el intento de golpe
de Estado llevado a cabo entre septiembre y octubre de 2017 en Cataluña y actuó
de manera desleal con el Gobierno previo al de Sánchez. Bildu posee una
trayectoria de deslealtad con el sistema democrático que ha durado décadas. Hoy
siguen celebrándose ongi etorris, los homenajes que se realizan para recibir en
sus pueblos a ex terroristas que nunca se arrepintieron de lo que hicieron ni
colaboraron en la resolución de los crímenes pendientes, casi la mitad de
ellos. Estos actos persiguen la glorificación y legitimación de sus acciones de
terror, es decir, la justificación del asesinato político. No es posible
sostener que esos homenajes sean correctos, por más que ni estén prohibidos ni
se ilegalicen. Ni el crimen político ni su defensa caben en una democracia que
se considere sana. La democracia tolera la discrepancia, pero siempre dentro de
la ley. La ley está para cumplirla, pero también para cambiarla, si es que nos
parece inadecuada, pero nunca para violentarla. Se trata, pues, de dos
formaciones políticas desleales que constituyen parte de la mayoría
parlamentaria que aguanta al Gobierno. El caso de Unidas Podemos es diferente
pues si bien cuestionan la existencia del régimen de 1978 al no reconocer la
soberanía del pueblo español y defender el derecho de autodeterminación de los
diferentes pueblos de España, es cierto que no han actuado, por ahora, al
margen de la ley ni han usado de la fuerza.
Sánchez se apoya en partidos
desleales, que actuaron al margen del derecho o lo hicieron mediante el uso
directo de la fuerza, que siguen reivindicando de manera torticera. El
presidente sostiene el Gobierno, que es el de todos, con partidos que actuaron
deslealmente frente a Gobiernos previos, a pesar de lo cual, muestra por ellos
una mayor cercanía, que la que posee por adversarios, que, pensando distinto,
son leales con el sistema constitucional. Finalmente, gobierna en coalición con
quien cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo.
Esto nos lleva a concluir
que el partido de gobierno y, en consecuencia, quien lo preside, es semileal.
Esta actitud es la que explicaría ciertos comportamientos del ejecutivo. Un
Gobierno que indulta, sin entrar ahora en las razones en las que se apoyó, a
políticos desleales que actuaron al margen de la legalidad y que afirmaron que
volverían a hacerlo; un Gobierno que otorga o facilita que se concedan
beneficios penitenciarios a ex miembros desleales de una banda armada, pues
usaron de la fuerza, el asesinato político, para conseguir sus fines, sin que
hayan mostrado, todo lo contrario, el
más mínimo arrepentimiento ni colaboración con la justicia, un Gobierno que no
presta la atención debida a las resoluciones judiciales. En definitiva, un
Gobierno que posee dos almas, una de las cuales defiende la destrucción de
nuestro sistema constitucional y la creación de una alocada confederación de no
se sabe qué.
La condición de este
Gobierno fomenta el clima de polarización que vive nuestra sociedad, así como
conduce a que encuentre una gran dificultad a la hora de afirmar su autoridad,
pues resulta contradictorio que esta se asiente en quienes quieren destruirla.
Todas estas son, finalmente, las razones que explican el momento delicado que
padecemos, en el que aquellos que quieren demoler el Estado, se han sumado a su
dirección de la mano de quien es semileal con nuestro Estado democrático de
derecho.
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